Palabras pronunciadas por el escritor colombiano en Baranoa, Colombia, el 17 de febrero de 1950 en el acto de coronación de la reina del carnaval de Baranoa.
Nos hemos congregado –señora de la perfecta alegría– para hacerte entrega de nuestro más regocijado territorio espiritual. Aquí está, aguardando tu ademán imperativo, el vigilante soldado de surco, el que esta misma tarde amarró sus bueyes y viene a entregar las armas del arado en señal de sumisión a tu esbelta monarquía. Y está también el silencioso obrero del algodón, el que con sus manos expertas ha convertido la áspera fibra vegetal en esa nube de intimidad y ternura donde se hilan tus sueños. Y está el jinete arisco y romántico, el herró su montura con tus doradas iniciales y ha venido a esta fiesta con su animal de fiebre, con su bestia adiestrada en el musical ejercicio de repetir tu nombre con sus herraduras. Y está el hombre total, el hombre anónimo, esa terrible criatura de barro y de sueño que hoy obedece a tus designios. Todos estamos aquí –señora de la perfecta hermosura– esperando el instante en que tu gracia reconstruya, piedra sobre piedra, la apetecida torre del paraíso.
Tu reino –señora de la perfecta simpatía– es el infatigable reino del cascabel y el delirio, el alucinado territorio del tambor y la gaita; la encendida comarca donde la guitarra templa sus bordones hasta convertir la canción en un menudo polvo de música; la embriagante zona de la caña exprimida en leche ardiente, en nocturno licor de fiebre y regocijo. Te estamos entregando –señora de la perfecta armonía– todos los sectores de tu dominio, después de un minucioso inventario donde no hubo cabida para el silencio, ni sitio para la amargura, ni lugar reservado a la desolación. Todo el contorno de tu reino está en paz con el ritmo, con el sabor a excesiva miel de la fiesta rotunda, con la alegría del hombre y el júbilo de la bestia. Así te coronamos, emperadora de las voluntades sin límite, monarca en el país ideal donde el hombre empieza a ser exactamente igual a sus deseos.
Y a estos nombres llamamos por testigos de tu coronación –señora de la perfecta soberanía–. Llamamos al primero de todos, a Erasmo de Rotterdam, custodiado por el arcángel de la locura. A Tales de Mileto, inventor de la línea recta. A Esquilo y a Sófocles, que enseñaron a hablar a las máscaras. Al dios Pan y a su corte de sátiros, que enseñaron a cantar a los juncos. A Jubal y a David, bisabuelo y abuelo de las arpas. Al patriarca Noé, que exprimió a los racimos de su embriagante raíz de la locura. A Dionisos, que daba lecciones de danza a los moribundos. Al primitivo sin nombre que fabricó el primer tambor bajo la noche milenaria. A los monarcas babilónicos y a Ramsés, que dieron dignidad real a los disfraces, y a Esopo, que dio dignidad humana a los animales. Y finalmente, llamamos por testigos de tu coronación –señora del perfecto regocijo– a Momo, el dios ilimitado que devolvió al disparate y a la extravagancia sus derechos de primogenitura.
Desciendan todos sobre el instante y den testimonio universal, para todos los siglos, de estas palabras últimas: “Esther primera, soberana del carnaval, señora del perfecto dominio”.
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