Discurso pronunciado por el escritor colombiano en Bogotá, Colombia, el 22 de febrero de 1955 durante la inauguración de una exposición del pintor Armando Villegas.
Si la prestidigitación sirviera para hacer pintores, sería preciso admitir que alguien vestido de frac ha pronunciado una frase cabalística y ha sacado a Armando Villegas de una chistera, como si fuera una liebre de fantasía. Este pintor de hoy tiene la misma voz, pero no es la misma persona que el sábado me llamó por teléfono y me invitó a inaugurar su exposición. Entonces –y desde cuando alguien nos presentó en una fiesta imprecisa– era sencillamente un hombre sencillo, esmerado en el comportamiento y en el cultivo del bigote, con una cordialidad casi infantil y una manera casi sobrenatural de desaparecer de las reuniones.
Como persona, como amigo, como contertulio ocasional, le hacía falta al menos un defecto. Necesitaba una deformación notable, un sobrenombre espectacular, una manera indiscreta de sorber la sopa, para eliminar esa impresión de carta sin errores de ortografía que me produjo siempre.
Pero hace veinticuatro horas entré a este maravilloso callejón sin salida, conocí estos cuadros de Armando Villegas, y súbitamente tuve la sensación de haber penetrado sin permiso a su vida privada. Comprendí que durante todo este tiempo había sido un incauto, enredado en la delicada trama de su discreción.
Hace algunos años, cuando llegó de Pamabamba, su pueblo del Perú, Armando Villegas organizó una exposición que merecidamente no llamó la atención de nadie. Luego participó en exposiciones colectivas, sin lograr ninguna distinción. Sus cuadros de ahora demuestran que él mismo estuvo de acuerdo con su fracaso. Y demuestran que en lugar de salir a los cafés a convencer a los inconvencibles de la bondad de sus cuadros, se encerró a pelear consigo mismo, a progresar en secreto, a desembadurnarse por dentro, persiguiendo formas y colores y sudando aceite de linaza.
El ambiente de ilusionismo que tiene su revelación, esta apariencia de que alguien vestido de frac ha confundido la frase de sacar conejos con la frase de sacar pintores, es una consecuencia de aquella sorda y fecunda batalla interior. Con esa cara de hombre demasiado normal, rodeado de buena educación por todas partes, disimulaba en público su tremenda y demoledora conspiración contra sus propios cuadros anteriores. En cierta manera, pero de una manera auténtica y noble, Armando Villegas era uno de esos personajes despistadores de las novelas policíacas, que no matan una mosca, que parecen puro material de relleno, y que en la última página resultan ser los criminales o los detectives.
Tengo la satisfactoria impresión de estar asistiendo al principio de una obra pictórica asombrosa. Los críticos más exigentes encontrarán en estos cuadros el pulso seguro de un pintor nuevo, cuya personalidad es difícil de definir. Me parece que Armando Villegas está tratando de plantear en estos cuadros, resuelto en formas y colores, un nuevo y muy personal concepto de la realidad; de esa realidad viva, dinámica pero nada espectacular, pero especialmente de muy buen gusto, aprendida o heredada de su bajo pueblo peruano, cuyo hieratismo y cuyo esplendor cromático parecen haber sido las fuentes de sus primeros experimentos figurativos.
El caso de Armando Villegas, un pintor que aprendió a pintar en Colombia, es un síntoma que debemos considerar definitivo, de que aquí está ocurriendo un fenómeno estético del cual no nos hemos dado cuenta todos los colombianos que estamos en la obligación de apreciarlo: nuestros pintores han aprendido a pintar. Y creo que ello se debe, por lo menos en segundo término, a que ningún gremio de la nueva generación se está enfrentando a su vocación y tratando de dominar las herramientas de su oficio, con tanto fervor, con tan desesperada convicción, pero especialmente con tanta seriedad, como los pintores jóvenes.
Incluso en casos en que los resultados no son satisfactorios, es un hermoso y ejemplar espectáculo es de este grupo de pintores que está pintando sin tregua, casi como si estuviera convencido de que un cuadro bueno o un cuadro malo es de todos modos una cosa que se puede comer. De este obstinado y jadeante equipo –que muy especialmente estimula la galería de arte El Callejón– ha salido Armando Villegas, con estos cuadros que a mi modo de ver deben figurar entre los más interesantes que se han hecho en Colombia. Interesantes, incluso para quienes no han decidido todavía dónde comienza la pintura moderna y dónde terminan los crucigramas.
Cinco textos del escritor colombiano para leer en trayectos por car...
El papel que desempeñó la reconocida actriz griega en una obra de G...
©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.