Palabras del escritor colombiano reproducidas en Medellín, Colombia, el 18 de mayo de 2003 en el Teatro Camilo Torres durante la conmemoración de los doscientos años de la Universidad de Antioquia.
“Todas las borrascas que nos suceden, son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, ya que no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca".
Esta bella sentencia de Don Miguel de Cervantes Saavedra no se refiere a la Colombia de hoy sino a su propio tiempo, por supuesto, pero nunca hubiéramos soñado que nos viniera como anillo al dedo para intentar estos lamentos. Pues una síntesis espectral de lo que es la Colombia de hoy no permite creer que Don Miguel hubiera dicho lo que dijo, y con tanta belleza, si fuera un compatriota de nuestros días. Dos ejemplos hubieran bastado para desbaratar sus ilusiones: el año pasado, cerca de cuatrocientos mil colombianos tuvieron que huir de sus casas y parcelas por culpa de la violencia, como ya lo habían hecho casi tres millones por la misma razón desde hace medio siglo. Estos desplazados fueron el embrión de otro país al garete —casi tan populoso como Bogotá y quizá más grande que Medellín– que deambula sin rumbo dentro de su propio ámbito en busca de un lugar donde sobrevivir, sin más riqueza material que la ropa que lleva puesta. La paradoja es que esos fugitivos de sí mismos siguen siendo víctimas de una violencia sustentada por dos de los negocios más rentables de este mundo sin corazón: el narcotráfico y la venta ilegal de armas.
Son síntomas primarios del mar de fondo que asfixia a Colombia: dos países en uno, no sólo diferentes sino contrarios en un mercado negro colosal que sustenta el comercio de las drogas para soñar en los Estados Unidos y Europa, y a fin de cuentas en el mundo entero. Pues no es posible imaginar el fin de la violencia en Colombia sin la eliminación del narcotráfico, y no es imaginable el fin del narcotráfico sin la legalización de la droga, más próspera cada instante cuanto más prohibida.
Cuatro décadas con toda clase de turbaciones del orden público han absorbido a más de una generación de marginados sin un modo de vivir distinto de la subversión o la delincuencia común. El escritor Moreno Durán lo dijo de un modo más certero: “Sin la muerte, Colombia no daría señales de vida”. Nacemos sospechosos y morimos culpables. Las conversaciones de paz –con excepciones mínimas pero memorables– han terminado desde hace años en conversaciones de sangre. Para cualquier asunto internacional, desde un inocente viaje de turismo hasta el acto simple de comprar o vender, los colombianos tenemos que empezar por demostrar nuestra inocencia.
De todos modos, el ambiente político y social no fue nunca el mejor para la patria de paz con que soñaron nuestros abuelos. Sucumbió temprano en un régimen de desigualdades, en una educación confesional, un feudalismo rupestre y un centralismo arraigado, en una capital entre nubes, remota y ensimismada, con dos partidos eternos a la vez enemigos y cómplices, y elecciones sangrientas y manipuladas, y toda una zaga de gobiernos sin pueblo. Tanta ambición sólo podía sustentarse con veintinueve guerras civiles y tres golpes de cuartel entre los dos partidos, en un caldo social que parecía previsto por el diablo para las desgracias de hoy en una patria oprimida que en medio de tantos infortunios ha aprendido a ser feliz sin la felicidad, y aún en contra de ella.
Así hemos llegado a un punto que apenas nos permite sobrevivir, pero todavía quedan almas pueriles que miran hacia los Estados Unidos como un norte de salvación, con la certidumbre de que en nuestro país se han agotado hasta los suspiros para morir en paz. Sin embargo, lo que encuentran allá es un imperio ciego que ya no considera a Colombia como un buen vecino, ni siquiera como un cómplice barato y confiable, sino como un espacio más para su voracidad imperial.
Dos dones naturales nos han ayudado a sortear los vacíos de nuestra condición cultural, a buscar a tientas una identidad y encontrar la verdad en las brumas de la incertidumbre. Uno es el don de la creatividad. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambas virtudes alimentaron desde nuestros orígenes la astucia providencial de los nativos contra los españoles desde el día mismo del desembarco. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron con ilusiones de ciudades fantásticas construidas en oro puro o la leyenda de un rey revestido de oro nadando en lagunas de esmeraldas. Obras maestras de una imaginación creadora magnificada con recursos mágicos para sobrevivir al invasor.
Unos cinco millones de colombianos que hoy viven en el exterior huyendo de las desgracias nativas sin más armas o escudos que su temeridad o su ingenio, han demostrado que aquellas malicias prehistóricas siguen vivas dentro de nosotros, por las buenas o las malas razones para sobrevivir. La virtud que nos salva es que no nos dejamos morir de hambre por obra y gracia de la imaginación creadora, porque hemos sabido ser faquires en la India, maestros de inglés en Nueva York o camelleros en el Sahara. Como he tratado de demostrar en algunos de mis libros –sino en todos–, confío más en estos disparates de la realidad que en los sueños teóricos que la mayoría de las veces sólo sirven para amordazar la mala conciencia. Por eso creo que todavía nos queda un país de fondo por descubrir en medio del desastre: una Colombia secreta que ya no cabe en los moldes que nos habíamos forjado con nuestros desatinos históricos.
No es pues sorprendente que empezáramos a vislumbrar una apoteosis de la creatividad artística de los colombianos, y a darnos cuenta de la buena salud del país con una conciencia definitiva de quiénes somos y para qué servimos. Creo que Colombia está aprendiendo a sobrevivir con una fe indestructible cuyo mérito mayor es el de ser más fructífera cuanto más adversa. Se descentralizó a la fuerza por la violencia histórica pero aún puede reintegrarse a su propia grandeza por obra y gracia de sus desgracias. Vivir a fondo ese milagro nos permitirá saber a ciencia cierta y para siempre en qué país hemos nacido y seguir sin morir entre dos realidades contrapuestas. Por eso no me sorprende que en estos tiempos de desastres históricos prospere más la buena salud del país con una conciencia nueva. Se revalúa la sabiduría popular y no la esperamos sentados en la puerta de la casa sino por la calle al medio, tal vez sin que el mismo país se dé cuenta de que vamos a sobreponernos a todo y encontrar su salvación donde no estaba.
Ninguna ocasión me pareció tan propicia como esta para salir de la eterna y nostálgica clandestinidad de mi estudio e hilvanar estas divagaciones a propósito de los doscientos años de la Universidad de Antioquia que ahora celebramos como una fecha histórica de todos. Una ocasión propicia para empezar otra vez por el principio y amar como nunca al país que merecemos para que nos merezca. Pues aunque sólo fuera por eso me atrevería a creer que la ilusión de Don Miguel de Cervantes está ahora en su estación propicia para vislumbrar los albores del tiempo serenado, que el mal que nos agobia ha de durar mucho menos que el bien, y que sólo de nuestra creatividad inagotable depende distinguir ahora cuáles de los tantos y turbios caminos son los ciertos para vivirlos en la paz de los vivos y gozarlos con el derecho propio y por siempre jamás.
Así sea.
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