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Saber, moverse, quedarse: Buscando Little Caracas

 

Autora: Claudia Alizo Vargas

Redacción Centro Gabo

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Esta historia fue reporteada y escrita semanas antes de las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2024 que dieron ganador a Donald Trump. A pocos días del inicio de su segunda administración en enero de 2025, Trump implementó una serie de medidas en materia de inmigración que representaron un cambio drástico en la política migratoria del país, con un gran impacto a la comunidad migrante. 

Su agenda en materia migratoria tiene cimientos en su primer mandato, sin embargo, esta vez, sus esfuerzos se intensificaron, ampliando operaciones de deportación, reviviendo políticas controvertidas como La Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, buscando la suspensión de programas de protección a personas desplazadas, como el TPS y utilizando recursos militares para el control fronterizo. 

Marvin Brayan Ramírez, con la altura de jugador de básquet profesional y una sonrisa de comercial de pasta de dientes, está parado en la esquina con el teléfono pegado a la oreja, con el estruendo del tren 7 y el reguetón de Rauw Alejandro al fondo. Estamos a la altura de la 91st street en la Roosevelt Avenue, Queens, el distrito metropolitano más diversamente poblado del mundo. Es esa Nueva York de la que habla García Márquez, en la que, de entrada, uno puede hablar español y todos te entienden. 

Son las seis de la tarde del último sábado de octubre de 2024 y bajo los rieles elevados del metro, un carrito plateado centellea detrás de una nube de humo con olor a salchicha, tocino, chuleta ahumada y chorizo. La luz blanca del pequeño vehículo ilumina la plancha: una superficie caliente repleta de las distintas carnes y más allá, el rojo y amarillo brillante de la ketchup y la mostaza. A este gran escenario culinario lo corona una banderita amarilla, azul y roja, con siete estrellas en el medio. 

La cara principal y gerencial detrás de “El Palacio de los Pepitos” termina la llamada y se acerca a saludar, con la sonrisa melancólica de quien está por terminar un viaje extraordinario. 

Mano, me siguen diciendo que no nos vayamos—, le dice a Juan, caraqueño de unos 24 o 25 años, al mando de la plancha. 

Marvin, neoyorquino de nacimiento, colombo-venezolano de familia y ex basquetbolista profesional, apareció en el New York Times en diciembre de 2023 junto al puesto de comida callejera y sus compañeros venezolanos. En el artículo, se asomaba la idea de que en aquel estrecho de la avenida Roosevelt, un par de restaurantes con la bandera tricolor y unos cuantos carritos de perros calientes, incluyendo el suyo, podrían estar siendo los enclaves fundacionales de una “Little Caracas” en Nueva York. 

“Siempre empieza con un restaurante o un carrito de comida a la vez”, pronosticaba en el artículo Murah Awadeh, director ejecutivo de New York Immigration Coalition, un grupo de defensa de los derechos de los migrantes. 

Pero esta tarde es la última para este pequeño palacio cuya semilla germinal fue la cocina de un hogar hospitalario, unos estómagos migrantes cansados de la comida de los refugios

y un brainstorming trinacional que se cristalizó, primero, en una mesita plástica en una esquina de la Roosevelt, unas planchas, salsas multicolores, tents, bocinas, salsa baúl y casi sin querer, videos virales de pepitos gigantes y perros calientes en Tik Tok influencers gringos. 

—Yo siempre le digo a la gente, al principio, el Palacio de los Pepitos no era un negocio rentable porque siempre se hizo con la intención de ayudar—cuenta Marvin—me decían: “Mano, pero ¿tú eres racista? ¿Por qué no dejas que todo el mundo trabaje ahí?”. Yo les digo, mano, cualquier otra persona puede conseguir un trabajo donde sea. Lo importante era ayudar a la gente que estaba llegando. Se necesitaba ese apoyo. 

En la primavera de 2022, la ciudad de Nueva York aparecía en los titulares una y otra vez, por la incesante llegada de autobuses desde la frontera sur con personas de diversas partes del mundo. Hacia finales del año, unos 10 mil llegaban cada mes a la Gran Manzana, estimaba el Alcalde, Eric Adams. 

La mayoría eran venezolanos que habían recorrido cinco, seis o siete países y una de las selvas más peligrosas del mundo, huyendo de apagones que noqueaban escuelas y hospitales enteros, salas de emergencia sin agua ni medicinas y salarios mínimos que no cubren ni la mitad de la canasta básica alimentaria. Todo bajo la mirada de un gobierno atornillado en el poder desde hace más de 20 años. 

Cae la noche en la Roosvelt. Unas calles más abajo, a la altura de la 78th street, el plateado de otro carrito de perros calientes brilla, pero bajo las linternas de miembros de la policía de Nueva York y el Departamento de Sanidad de la Ciudad. Hay una cesta metálica que rebosa 

de empanadas fritas y una multitud de mirones se arremolina. Los oficiales multan y confiscan un pequeño trolley adornado con una foto del puente sobre el lago de Maracaibo. Los vendedores regalan la mercancía a los transeúntes: empanadas, panes, salsas, refrescos. 

Hace diez días, quince distintas agencias municipales empezaron un operativo de vigilancia desde la 74th street hasta la 111th. Según la alcaldía de la ciudad, durante los próximos 90 días, “Operation Restore Roosevelt” estaría enfocada en el desmantelamiento de burdeles y prostitución, pero también tienen en la mira a los vendedores ambulantes. El operativo es otro de los tantos intentos de Adams, y de otras administraciones previas, de poner orden en la famosa y, a veces, caótica avenida. 

A Brayan le parece que la Roosvelt se está quedando cada vez más sola. 

—Comencé a entender que ya la gente no se estaba quedando y que muchos se habían regresado. Mucha gente me decía: “Yo a lo mejor no estaba en la mejor etapa de mi vida en Venezuela, pero estaba tranquilo”. 

*** 

Caminando derecho por la 91st street se llega a Northern Boulevard, otra larga avenida que es línea paralela a Roosevelt Avenue. Entre negocios de empanadas colombianas, food

trucks de tacos árabes, y restaurantes peruanos, un carrito pintado de rojo, con una caricatura de un perro caliente sonríe a los transeúntes del crepúsculo otoñal. 

Este pequeño Food Truck tiene reseñas, horarios y fotos en Google Maps, pero la docena de clientes que aparecen en las imágenes no ha llegado—todavía—. Uno de los dos comensales frente al carrito pide su segundo “perro con amarillo”—salchicha, pan, ensalada rallada, cebolla, papitas, maíz y queso amarillo— le da un sorbo a la coca-cola y la desecha, enfatizando que no hay nada como el refresco para acompañar a la bala fría1 nocturna por excelencia. 

—¡Porque por las mañanas es la empanada!—dice, con una sonrisa y un marcado acento venezolano. 

Anderson Díaz y su cuñado abrieron su carrito hace apenas tres meses. Como veteranos vendedores de comida callejera en el centro-occidente de Venezuela, supieron que, en la ciudad que nunca duerme, sus horas más busy serían las madrugadas. 

—La gente sabe que después de la rumba toca venir a comerse un perrito. A las cuatro, cuatro y media de la mañana ya estoy aquí, por eso trabajamos desde esa hora, porque la gente nos lo pide. 

Unas calles más abajo, un camión rojo con tequeños y empanadas risueñas rotuladas en su superficie, empieza su larga noche con dos comensales colombianos que exploran la multiplicidad de salsas desplegadas a su disposición. Helmer Gelves, oriundo de Maracay, enumera su historia en breves minutos, mientras Tito Rojas canta “Siempre seré” al fondo: nueve años en Nueva York, trabajo de repartidor, ahorros, un sueño de tener un Food Truck, lograrlo y perderlo todo en un robo. Y volver a empezar de nuevo. 

Su carrito tiene arepas, tequeños, cachapas, pepitos pero, además, Helmer, que se debe a sus clientes, incluyó salchipapas tras escuchar a los colombianos y ecuatorianos que son regulares en su camión rojo. 

—¿Y el perro caliente?—, le pregunto. 

—Yo creo que el perro caliente es la base del caraqueño. Creo que le gusta a todo tipo de nacionalidad, porque el colombiano lo viene a comer mucho, el ecuatoriano también lo pide bastante. Yo creo que es de nuestras comidas rápidas más reconocidas a nivel mundial. 

*** 

Hace siglo y medio, en las playas de Coney Island, en el vecino distrito de Brooklyn, un inmigrante se buscaba la vida vendiendo en un carrito panes y salchichas al carbón, la primera versión de una de las “balas frías” más icónicas de Nueva York. 

Cien años después, en la década de los cincuenta, en una ciudad de Suramérica con cada vez más autopistas, hierro y asfalto, y una permeabilidad al yankee lifestyle que impactó los modos de comer y vivir, un pedacito de la Gran Manzana tomaba la forma de un pan y una 

1 En Venezuela, bala fría hace referencia a una comida rápida, que se come al paso, en la calle.

salchicha en el carrito de un inmigrante italiano llamado Filippo Sanglimbeni, quien operó el primer puesto de perros calientes en la capital venezolana de forma ininterrumpida durante 62 años. 

Caracas iba transitando las últimas décadas del siglo veinte como una de las ciudades más modernas del Caribe. En medio de un segundo boom petrolero, mientras Viasa y PanAm hacían vuelos regulares entre Caracas y Nueva York, Willie Colón y Rubén Blades sonaban en los Mustangs de los caraqueños atrapados en el tráfico de las autopistas y Gabriel García Márquez regresaba a recibir el Premio Rómulo Gallegos por Cien Años de Soledad, aquella ciudad de locura sin límites y con un gran sentido experimental de la vida, como la describió el escritor colombiano, se convertía en embajadora de un street food muy sui generis. 

Desde Brooklyn, Sergio “El Hase” Barrios hace una descripción sencilla del perro caliente “con todo”: “Pan, salchicha, cebolla, repollo, papitas, ketchup, mayonesa y mostaza”. En 2011, Barrios le dio la vuelta a la transculturización norteamericana y, con Santa Salsa, un proyecto de arte/restaurante de street food en esa parte de la ciudad, llevó al hot dog de regreso a su ciudad de origen completamente transformado por la varita mágica experimental, urbana y exuberante de la sazón caraqueña. 

—La receta no es una invención mía, no hay un chef detrás de esto— dice sobre los perros calientes de Santa Salsa, que se ganaron el título de “los mejores hot dogs de la ciudad de Nueva York” por la revista Village Voice en 2014. Para Barrios, el premio no se lo habían ganado ellos, sino la comunidad y la cultura del perro caliente venezolano. 

*** 

Estamos a un día de la celebración de las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2024. Desde los headquarters de Aid for AIDS en SoHo — organización creada en 1996 para proporcionar medicamentos antirretrovirales gratuitos a personas con VIH en América Latina— Jesús Aguais, venezolano, y presidente de la ONG, dibuja dos escenarios posibles de cara a los resultados electorales. 

— Si gana Kamala Harris, hay que ir a Washington and advocate para seguir enderezando esto. —explica. —Si gana Donald Trump vamos a entrar en protection mode porque se va a desatar una persecución hacia el inmigrante. 

Aguais —quien para responder a la enorme demanda de ayuda que representó aquella llegada de venezolanos en 2022 creó la organización hermana, Aid for Life— prefiere hablar de estos no como una comunidad con una ubicación geográfica específica, sino como grupos nómadas que se quedan en donde hay trabajo. 

También aclara que, a diferencia de dominicanos, puertorriqueños, colombianos, chinos, italianos y demás grupos étnicos, que llegaron en el transcurso de cincuenta o cien años y se establecieron en distintos puntos de la ciudad, los venezolanos han sido los más numerosos en llegar en un corto período de tiempo.

— Ahorita estamos en un contexto político donde nos decidieron demonizar como que si somos lo peor que ha pasado, que no es así. Es que esta es la primera ola migratoria masiva bajo el lente de las redes sociales. 

Desde Aid for Life calculan que en la ciudad de Nueva York hay alrededor de 120 mil a 130 mil venezolanos, incluso más. Aguais dice que hay suficientes venezolanos para que en 30 o 40 años se establezca una comunidad. Mientras tanto, trabajan para que puedan ir a las escuelas, tengan cuentas de banco, permisos de trabajo y viviendas. 

— Los venezolanos no se están yendo. Es una migración viva y llegaron para quedarse. 

Quizás, en un futuro no muy lejano, al nombrarnos, Google arroje menos titulares estigmatizantes y más videos virales de pepitos, perros calientes y must do 's para foodies y sibaritas de la Gran Manzana.

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