La abuela a la que visitan Bad Bunny y Madonna en Nueva York | Centro Gabo
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La abuela a la que visitan Bad Bunny y Madonna en Nueva York

 

Autora: Pierina Pighi Bel

Redacción Centro Gabo

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Si a Toñita, la dueña del club social puertorriqueño más antiguo de Williamsburg, Brooklyn, Nueva York, le molesta algo o le molestas tú, lo va a decir. Una noche de jueves en la que el bar está lleno, Toñita ocupa una silla alta al lado de la barra y un cliente deja un plato descartable sucio sobre una de las mesas para irse a fumar afuera del local. Toñita le pide a Daniel Murcia, un joven venezolano con lentes de carey, que vaya a buscarlo y a decirle que lleve su plato a la basura. Daniel ya no encuentra al cliente maleducado, así que regresa y él mismo desecha la vajilla de plástico. En Toñitas, como se le conoce también al bar, no hay meseros ni trabajadores. Amigos y conocidos limpian y atienden el local voluntariamente. 

Así que Toñita espera que los clientes pongan también de su parte y recojan sus desperdicios. Cuando no lo hacen ―o cuando causan cualquier desorden en el lugar― los regaños son cariñosos, pero rotundos, casi imposibles de desafiar. Recuerdan a las reprimendas de una abuela o una mamá: directos y duros, pero con preocupación porque alguien no sea un inútil en los más simples quehaceres domésticos. Puede que esa autoridad de Toñita explique parte de su popularidad y la del club en Nueva York o, más bien, que la autoridad sea una prerrogativa ganada por su celebridad. Tal vez las dos cosas sean ciertas al mismo tiempo. Pero hay muchas más razones detrás de su fama.

Hasta hace unos meses, Toñita abría el bar todos los días. Ahora abre de jueves a domingo desde las tres de la tarde.  Los jueves atiende hasta alrededor de la medianoche y los fines de semana hasta alrededor de las tres de la madrugada. Los clientes bailan con la salsa y el reggaetón que ellos mismos ponen en una rocola electrónica que cobra un dólar por canción. Mientras trato de entrevistar a Toñita, Laura Murcia, hermana de Daniel, fracasa en el intento de insertar un billete en la máquina y Toñita se lo cambia por otro. 

―No creo que sea falso. Los falsificadores hacen los de diez, los de 20, de uno no se molestan ―me dice de manera breve.

Da respuestas cortas a casi todo lo que le pregunto y vuelve a concentrarse en atender la barra, que está casi al medio del local. Ahí, mientras vende cerveza a tres dólares y coquito ―un coctel de ron y leche de coco― a cuatro, Toñita luce como si acabara de salir de la peluquería, con su cabello rubio ondeado, esponjoso y casi inmóvil, y sombras verdes en los ojos. Pero lo más importante es que desde la barra, vestida muchas veces con un saco negro de jefa, puede observar todo el bar, que parece un poco como la sala de una casa de un barrio popular que un día, de repente, empezó a recibir a sus vecinos. El espacio se divide en dos. Desde la barra hacia la puerta hay mesitas pegadas a las paredes con manteles floreados de plástico y una mesa de dominó para cuatro jugadores que siempre está ocupada. Una mesa de billar al medio, que parece que nunca se hubiera movido, domina todo el espacio, como un elefante en una habitación. 

―Tiene más de 40 años ahí ―dice Toñita.

Los fines de semana, es frecuente que las parejas que bailan se choquen de casualidad con los tacos de billar de los jugadores. Al lado de la puerta, una bandera de Puerto Rico y unas torres de cajas de cerveza tapan la ventana. De la barra hacia atrás, unos congeladores silban de cansancio, casi como si rechinaran. En contraste, Toñita dice que no se cansa de las noches largas. Mientras atiende el bar, junta el dinero que le pagan en un fajo que pone frente a ella. Conversa con amigos o clientes como los hermanos Daniel y Laura, que la visitan todas las semanas, hace seis y dos años respectivamente. Otras veces, Toñita se mantiene en silencio y mira a la nada, mientras su imagen se refleja en los espejos de las paredes rojas y amarillas, que están llenas de fotos, cuadros y reconocimientos para ella y su local. Al lado del baño sobresale un cuadro grande de “La Dolce Vita”, con Anita Ekberg agitando su vestido negro y Marcello Mastroianni detrás de ella como un vampiro. Pero quizá sobresalga más un retrato de Toñita colgado unos centímetros por encima del poster de la película: posa tocándose el mentón con una mano y mostrando uno de sus enormes anillos que llaman la atención de todos los que la conocen. 

Mientras trato de entrevistarla, camina dos pasitos de la barra a la refrigeradora, se estira y baja un vaso de plástico en el que guarda sus joyas. Rebusca y elige ponerse uno de un símbolo de dólar grande. 

―¿Dónde compra los aros?

―Por ahí.

En vez de darme información, más bien me dice que me sirva un plato de los coditos (macarrones con carne molida) que ha preparado para esa noche y acato. Toñita cocina todos los días sola en su casa, arriba del bar, unas tres ollas grandes de comida ―generalmente arroz con habichuelas― y algún voluntario la ayuda a bajarlas y a colocarlas a un lado de la entrada del local, encima de unas hornillas eléctricas para mantenerlas calientes. Los clientes sienten como si estuvieran cenando en su casa o de vuelta en su país, por la calidez, la impresión de que casi pueden servirse lo que quieran y los sabores familiares. Gabriel García Márquez citaba al Che Guevara diciendo que “la nostalgia empieza por la comida”, así que los platos caseros de Toñita son un regreso fugaz a los platos que uno añora de su origen. Pese a lo sentimental, o quizás por ello, Toñita nunca cobra ni cobró por la comida. 

―Aunque salga caro, no importa. Es para que la gente se sienta bien ―me dice Toñita―. Porque la gente se siente a gusto de que se le da comida a quien no tiene. Ellos se sienten bien y yo también. 

La generosidad con la comida en una ciudad en la que casi ninguna cena baja de los 15 dólares por persona es una de las razones por las que, como me dice Jesús Espinal, uno de los clientes más antiguos, Toñita es conocida como “la reina de Los Sures”. Un reportaje de El País de junio de 2024 sobre ella y su bar se titula también “Bienvenidos al club de Toñita, la reina de Los Sures”. Camila Falquez, una fotógrafa que ha retratado a famosas como Rosalía, Penélope Cruz y Anya Taylor-Joy, incluyó a Toñita en su exhibición “Gods That Walk Among Us” en una galería de Nueva York en 2022, y se refirió a ella como “The Queen of Los Sures” en su cuenta de Instagram. Pero quizás haya motivos aún más políticos para que Toñita haya ascendido a la realeza (¿divinidad?) de las noches neoyorquinas.

***

El bar de Toñita siempre estuvo en la primera planta del mismo edificio de Williamsburg, un barrio del noroeste de Brooklyn, Nueva York. La zona se llamaba antes Los Sures (por la denominación de las calles desde “South 1” hasta “South 7”) y estaba habitada mayoritariamente por puertorriqueños, que llegaron a partir de los años 40 y 50 para trabajar en las fábricas cercanas. Una de estas inmigrantes fue María Antonia Cay, que se mudó de Juncos, Puerto Rico, donde había nacido, a Nueva York, a mediados de los 50. Tenía 15 años, según cuenta, y consiguió trabajo en una fábrica textil. Después de ahorrar muchos años, María Antonia Cay compró un edificio y abrió el Caribbean Social Club en 1974 como un espacio para beisbolistas puertorriqueños de Nueva York. Desde entonces, casi nada ha cambiado en el bar y María Antonia pasó a ser conocida como Toñita. 

Pero si bien el local parece detenido en el tiempo, el barrio sí se ha transformado, sobre todo desde los 90 y 2000. Tiendas de lujo reemplazaron a las fábricas y una población más afluente empezó a desplazar a los vecinos puertorriqueños. Para 1990, el ingreso medio anual de los hogares en Williamsburg era de $43,959, mientras que para 2021, superaba los $107,000 según datos del Centro Furman de la Universidad de Nueva York (NYU) citados por The New York Times. Además, el alquiler promedio de un estudio o un departamento de una habitación puede variar entre $3,500 y $4,500 al mes, según páginas inmobiliarias como Streeteasy o RentHop. 

―Desde el 2000 empezó a ponerse caro, desde que empezaron a construir los edificios. Antes era Los Sures, ahora como hay edificios nuevos, es Williamsburg ―dice Toñita, burlándose de la pronunciación en inglés de “Williamsburg”. 

También cuenta que le han ofrecido comprarle su edificio para construir proyectos modernos. Sin embargo, ella resiste la ola de gentrificación. Toñita resiste también problemas legales. En junio de 2023, enfrentó una citación en una corte de Nueva York por unas infracciones y multas impagas del local. Una convocatoria para apoyarla circuló en redes sociales, con los hashtags #handsofftoñitas (manos fuera de Toñita) y un grupo de personas se reunieron el día de su audiencia afuera del edificio judicial en el sur de Manhattan.

―Estuvo bonito. No me lo esperaba ―comenta y asegura que siempre paga sus multas. 

Sin embargo, para algunos clientes como Daniel Murcia, las sanciones no se tratan de incumplimiento de normas, sino de una “lucha de poder”. “Se trata de los latinos contra los blancos, contra el sistema. Los inmigrantes contra el poder. Seguimos luchando por seguir presentes”, dice. 

Esta resistencia que Murcia y otros clientes del bar le atribuyen a Toñita también explica parte de la estima que se ha ganado. Su fama es tal, que en octubre de 2021, Madonna y Maluma realizaron una sesión de fotos en el local para la revista Rolling Stone. También han llegado cantantes como Residente, J Balvin y Rauw Alejandro, que le regaló anillos a la propietaria. Para celebrar los 50 años del lugar, en el verano de 2024, los clientes cerraron toda la cuadra de Grand Street, donde se ubica, con música, comida y baile. En 2022, Bad Bunny celebró el lanzamiento de su álbum “Un Verano Sin Ti” en el club y en su último disco, “DeBÍ TiRAR MáS FOToS”, la menciona en su canción “NUEVAYoL”. Además, la llevó a The Tonight Show, el programa nocturno de Jimmy Fallon, donde apareció como co-conductor. Pero cuando le pregunto a Toñita por qué cree que su bar es tan apreciado, me da respuestas bastante simples.

―Es un lugar familiar, es como estar en tu casa, en la casa de tu abuela, de tu tía ―dice.

―Además, la gente hace amigos aquí.

―Gente que hace años no has visto en tu país, aquí te la encuentras.

Todos los clientes habituales ―y algunos casuales también― de Toñita se conocen. La familiaridad de los parroquianos recuerda a unas palabras del prólogo que escribió García Márquez para el libro ¡Exilio!, de 1977: “Todos se conocen. Todos se preguntan por un trabajo, por una visa, por un lugar donde vivir, por los amigos invisibles que ya no viajan porque ya no podrían viajar sino en los sueños de los que sobreviven (...)”, dijo el Nobel sobre los latinoamericanos exiliados, pero bien pudo haber estado hablando de los visitantes recurrentes de Toñita, que no solo van por amistad al lugar.

―Y hay quienes encuentran pareja aquí, ¿cierto?

―Aquí se han casado muchos, mujeres con mujeres, hombres con hombres, parejas regulares. Si te gusta un muchacho, yo te lo presento. Voy y le pregunto: ‘¿tienes novia? ¿no? Entonces te presento a una amiga ―dice. 

Una de las que encontró novio en Toñitas es Laura Murcia. Mientras ayuda a recoger unas botellas de las mesas, me cuenta que lleva dos años con él, un inmigrante dominicano. Su hermano, Daniel, cuenta que delante de Toñita “le caen” hombres en la barra y que ella le dice que “aproveche” y que “disfrute”. Pero el joven no llega al bar solo para “ligar”. 

―Cuando vengo aquí me olvido de todo. Vengo para hablar con Toñita, porque tengo la libertad de decir lo que siento y pienso, ella me escucha, me da consejos. Aquí he sentido lo que me hace falta a mí al ser inmigrante. Vengo aquí y me siento en familia. Tengo mi abuelita, mi mamá Toñita. 

No necesariamente todos los clientes logran un vínculo similar con Toñita. Mientras hablo con ella, un joven intenta enchufar su celular para cargarlo cerca de la refrigeradora del bar. 

―¿Qué estás haciendo? No estés desconectando nada ―le dice Toñita, que teme que le apaguen algún artefacto―. Ahí al lado de la mesa hay un enchufe. Desenchufan para enchufar, son fenómenos, no preguntan ―se queja. 

Ante el regaño, el joven se va a buscar otra conexión para su teléfono y Toñita me asegura que cuando se enoja, le dura solo dos o cinco minutos.

―Me enoja la gente que no respeta, tonterías, cosas que no tienen que enojarla a uno. Que no recojan su plato, que me desenchufen sin preguntar, porque es una falta de respeto, esa es mi electricidad, yo la pago ―me dice. 

―Aquí todos intentamos ayudarla, colaborarle, cuidarla. Entre todos tratamos de mantener el orden, el ambiente bueno. Aquí no le damos permiso a nadie para que sea desordenado. Si no, sale ella (Toñita) y le dice ‘usted me desordenó el lugar, se me va de aquí, pa afuera ―cuenta Daniel. 

Esa mezcla de rigor que resulta entrañable, la comida gratis, la música, la estética de local detenido en el tiempo, la percepción de resistencia, llevan a clientes como este joven a concluir que en Nueva York “no hay nada” como el bar de Toñita. Cuando termino de comer mis coditos, me aseguro de recoger los desperdicios. Nada quisiera menos que parecer una maleducada ante “la reina de Los Sures”. 

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