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Retrato contenido de Paquita


Autor: Bernat Marrè

Redacción Centro Gabo

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Paquita no quería vivir más allá de los 92 años. Barcelona la había ido desplazando de sus calles con la impaciencia cruel de las sociedades de memoria efímera. A medida que envejecía, la corriente la fue arrastrando hasta dejarla varada en su piso del barrio de El Clot, donde papeles, fotografías y recuerdos se acumulaban con desorden diogenésico. Ella hacía tiempo que se había resignado, consciente de que ya era considerada una persona sin valor. Su mundo se había encogido hasta caber en los setenta metros cuadrados de su casa. Solo existía lo que cruzaba su puerta. Solo le inquietaba lo que sucedía en su salón. 

Francisca Soler, Paquita, nació en Barcelona en 1931. Vivía sola desde hacía más de 30 años, después de la muerte de su marido, en el que había sido su hogar desde la infancia. Era un espacio largo y estrecho con olor a ropa vieja y a mosto blanco que, mezclado con agua, nunca faltaba en la mesa. La luz del sol se colaba solo por el salón principal, el único rincón de la casa que parecía conectar con el mundo exterior, mientras que el resto de espacios se habían quedado atrapados en el tiempo. Había preservado todos los muebles originales con el mismo esmero con el que se cuidan los recuerdos preciados, y evitaba cualquier distracción tecnológica que pudiera alterar el equilibrio de su vida. En Barcelona, más de 213.000 personas viven solas, y una de cada cuatro mayores de 65 años afronta esa soledad desde la intimidad de su hogar. La mayoría, como Paquita, son mujeres viudas. 

Dos objetos me llamaron la atención la primera vez que entré en su casa. En el pasillo, una mesita desnuda sostenía un teléfono heraldo, inservible, de un rojo tan vivo que sobresalía en la atmósfera sepia. A lo largo de los dos años que viví con ella, le mostré tantas veces mi fascinación por ese objeto que me lo dejó, de palabra, en herencia. El otro era un cuadro al óleo de ella misma, en un posado impertérrito y gesto solemne, que reposaba encima del sofá de los visitantes. 

Sus dos hijos la visitaban con la misma periodicidad de quienes cumplen con la obligación de una declaración trimestral, pese a vivir en el mismo barrio de su madre. Además, una asistente social se dejaba caer de tanto en tanto, con amabilidad mecánica, para entregarle las medicinas y certificar que seguía viva. Fue esa soledad la que la llevó a aceptar de buen grado que un estudiante de máster, atraído por las facilidades económicas de un programa de convivencia intergeneracional, aterrizara en su casa y alterara sus rutinas. En una ciudad cada vez más saturada e invivible, el programa Vivir y Convivir se ha convertido en una alternativa creciente —también— para jóvenes estudiantes que no pueden asumir el coste de una habitación. En la actualidad, hay 142 personas vinculadas a este mecanismo: 71 parejas. 

Entre nosotros el contrato implícito era sencillo. Lo que ella quería, y lo que yo le ofrecí sin preguntar demasiado, era una presencia silenciosa, alguien con quien compartir las tardes. Sin más. Sin intervenir demasiado. Paquita no esperaba nada más que la compañía de alguien dispuesto a escuchar los relatos de su vida cotidiana, esos pequeños detalles que podrían parecer banales, pero que representaban todo su mundo. Sus bailes de movimientos delicados escuchando Serrat o Nino Bravo; las cartas que mandaba a los políticos presos catalanes bajo el seudónimo de Ginger Rogers, como una broma que solo ella comprendía; o su revisión periódica de fotos antiguas, eran algunas de las prácticas que repetía cada dia. En una libreta siempre abierta en la mesa del salón, apuntaba cada llamada que hacía o recibía con un propósito que todavía hoy no consigo entender. 

 

20 d’octubre. 20:05 h. Rosita

21 d’octubre. 11:20 h. Empresa de telefonia

 

En poco tiempo se acostumbró a mi presencia. Cada noche, después de cenar, esperaba en su butaca mecanizada del salón el momento de compartir conmigo una nueva versión de sus historias. Las narraba con el entusiasmo intacto de quien las cuenta por primera vez. Aunque yo ya me las sabía de memoria, fingía sorprenderme con cada anécdota. Ese pequeño gesto bastaba para que se le hinchara el pecho y para provocarle una risa aguda y descontrolada. Hablábamos hasta que el sueño le impedía vocalizar, y solo entonces se despedía, casi sin palabras, con un abrazo sin fuerza. 

Detrás de su físico delicado, Paquita se empeñaba en proyectar la imagen de una mujer fuerte, como si admitir su fragilidad la alejara de la dignidad que desprendía el retrato del salón. Evitaba hablar de todo aquello que le causaba dolor. El abandono de sus hijos. La indiferencia de sus nietos. La muerte de su marido, que no aparecía en los relatos pero sí en todas las paredes de la casa. Su mente permanecía clara, pero su memoria comenzaba a desvanecerse, y sus historias de su juventud se volvían cada vez más difusas. A pesar de todo, había algo constante en sus relatos: siempre se veía a sí misma como una mujer libre y admirada. Una escritora. Una rapsoda de poesía. Una viajera. 

Cada mañana, aunque nadie fuera a verla, perfilaba con delicadeza sus cejas con un lápiz de ojos marrón y alisaba su cabello blanco plateado, que a veces recogía con un lazo rojo. Solo mostraba su tristeza cuando, los viernes por la noche, me iba al pueblo. Como si sufriera otro abandono, esta vez temporal. Entonces sí, en el marco de la puerta, manteniendo el semblante recto, rompía a llorar y me seguía con la mirada, como si apurara los últimos segundos de compañía hasta que me perdía de vista. 

Su pensión raquítica, indigna, la alejaba de la imagen de señora de la burguesía catalana a la que aspiraba. Para complementarla, firmó una hipoteca inversa con Caixa Penedès, que luego se integró en Banco Mare Nostrum, que fue absorbida por Bankia y finalmente se fusionó con CaixaBank. Así, el futuro de su casa pasó de mano en mano sin que ella se diera cuenta. Con el contrato ganaban ambas partes, pero sobre todo el banco. Solo perdía el barrio. 

La hipoteca inversa, ese recurso que en los últimos años se ha vuelto cada vez más habitual como una balsa salvavidas para jubilados con pensiones escasas, era para ella un acto de fe más que una decisión razonada. Había firmado los papeles sin conocer del todo sus derechos, sin entender las cláusulas ni las condiciones que se escondían en su contrato. El Clot también cambiaba sin que ella fuera consciente. Las panaderías con nombres propios ya habían sido reemplazadas por franquicias de café sin alma, y los negocios familiares que a ella le generaban confianza ahora tenían apariencias desconocidas. Solo mantenía un vínculo con el barrio a través del Canario, un restaurante sombrío de menú de mediodía, que cada jueves la esperaba con su paella, media ración, que pedía con arroz seco. 

Cuando Paquita cumpliera los 92 años, su casa pasaría a ser, por completo, propiedad del banco y su mundo comprimido ya no le pertenecería. Murió poco antes, a los 91. Murió sola, aislada por la pandemia, que por entonces seguía generando alarma. Se fue sin que nadie se diera cuenta. Sin que a casi nadie le importara. Como ella, miles de mayores fallecieron en silencio en aquellos meses, en pisos cerrados, sin despedida. 

Con las barreras que impuso la pandemia, Paquita superó su fobia a los elementos tecnológicos y aprendió a enviar mensajes de voz a través de una tablet que le proporcionó el Ayuntamiento. Los primeros eran de agradecimiento: por poder comunicarse conmigo, con Andreu —otro estudiante al que también quería como a un hijo—, y con un señor finlandés que pasó dos semanas en su casa y que ella defendía, muy convencida, que fue el primer vikingo que pisó Barcelona. En los últimos, empezaba a quejarse del hombro, de un dolor que no la dejaba vivir pese a los parches de morfina. Su último mensaje fue el 1 de marzo de 2021: 

“He hecho todo lo que he querido en esta vida”. 

Las últimas semanas de Paquita transcurrieron sin apenas testigos. Pese a eso, no abandonó su liturgia diaria. Mandando cartas, aunque no tenía quien le escribiera. Cuidando su teléfono heraldo rojo que hacía años que no funcionaba —y que nunca llegué a recoger—. Anotando llamadas sin motivo aparente, como si dejar constancia fuera su manera de seguir presente. Bailando sola en el salón como si fuera Ginger Rogers acompañada de Fred Astaire. 

Barcelona, esa ciudad para quienes las personas mayores ya han dejado de ser una prioridad, le había dado la espalda y ella había decidido afrontarlo con la dignidad de la mujer del cuadro del salón. Había convertido sus recuerdos en refugio. Por eso me dejó entrar en su piso de El Clot y me bombardeó con relatos de dignidad, para hacerme testigo de sus historias incomprobables, de sus verdades a medias, de la versión de sí misma que quería que perdurara. 

Con ese mismo propósito autoeditó un libro sobre su vida, Flores para mi madre. En él, me dejó una dedicatoria escrita a mano, con una caligrafía que comienza firme pero que, poco a poco, se va deshilachando por el cansancio de su mano, hasta convertirse en un garabato indescifrable. Entre esas líneas puede leerse: 

“A mi nieto adoptivo, recuérdame como soy, y cómo de feliz ha sido mi vida”. 

La suya no fue una historia extraordinaria, ni su soledad un caso aislado. Pero, como todas, fue una historia única. Unos años después de su muerte, a pocas calles de su casa, abrió una de las bibliotecas más bonitas del mundo, que lleva el nombre de Gabriel García Márquez. En sus paredes puede leerse una de las frases más recordadas del escritor colombiano, que Paquita ya había hecho suya: 

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla". 

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