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Desde aquí no se ve Honduras

 

Autora: Valeria Guzmán

Redacción Centro Gabo

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Gerardo y Daniel acaban de salir de la escuela pero siguen muy ocupados en reflexionar y argumentar. El domingo pasado, el Barcelona le ganó al Atlético de Madrid con un cuatro a cero y la hazaña todavía da para que en la tarde del martes se siga comentando. A una cuadra del Instituto Turó de Roquetes, hay una tienda donde venden frutas, alcohol y tortillas de maíz. La tienda, bien surtida, anuncia sus productos con un cartel en la vitrina. Gerardo y Daniel, hondureños de 15 años, deciden sentarse justo ahí, debajo del letrero que anuncia “producto latino”. 

Gerardo y Daniel probablemente no se habrían conocido en Honduras. Pero el lugar al que han migrado, Cataluña, es tres veces más pequeño que su país. Gerardo nació en el sur y Daniel en la capital. Ellos recién estrenan bigotes y le roban horas a la tarde para platicar juntos antes de volver a casa. Los dos chicos se llaman de otra forma, pero se ha cambiado su nombre para proteger su privacidad. Llegaron al Instituto de Roquetes en 2022, después de haber emprendido un viaje de 10 mil kilómetros para encontrarse cada uno con su mamá. Ellas habían viajado seis años antes que ellos. Menos de tres años les han bastado para entender las desigualdades de los barrios de Barcelona. “No es el mismo precio el de un piso en Paseo de Gracia que aquí”, dice Daniel. 

Aquí es Roquetes, un barrio del norte de Barcelona a las faldas de una montaña de la sierra de Collserola. Desde aquí se ve toda Barcelona. La Sagrada Familia, incompleta y en permanente construcción, sigue imponiéndose sobre la línea de la ciudad, pero desde acá también es solo otro edificio. Cuando no hay nubes, es posible ver hasta los buques con cargamentos en el mar. Aquí se camina como quien escala. Hay gradas mecánicas en cada recoveco, gradas normales, cuestas indomables y laberintos de ascensores para ir de una calle a otra. Si en la ciudad modernista primó el adorno, aquí primó la necesidad. Las casas crecen una encima de otra, ganándole espacio a la montaña, dando lugar para que unas 15 mil personas vivan en menos de un kilómetro cuadrado.

Aunque el barrio tiene luchas históricas, es más o menos joven. A principios del siglo XX, mientras el centro de Barcelona avanzaba en grandes obras arquitectónicas, Roquetes era parte del paisaje que llevaba a una mina. En los sesenta, con la llegada de migrantes andaluces con necesidad de vivir en algún sitio y sin mucho dinero para hacerlo, las vistas empezaron a cambiar. Se inició la construcción de casas de una planta, muchas veces sin permiso legal. 

Una familia de inmigrantes andaluces trajo con cuatro años a Amparo Hurriaga, quien ahora tiene 70. Suele reunirse al final de la Calle de la Mina, desde la que platican los chicos, en la Asociación de Vecinos y Vecinas de Roquetes. Lleva las gafas, el pelo y los labios rojos y pertenece al grupo de vecinas que pelean con el ayuntamiento y cual entidad sea necesaria para mejorar el barrio.

Antes de empezar a platicar, quiere dejar clara una cosa. En el último año se hizo famosa una película llamada “El 47”, que narra la historia real de cómo Manolo Vital, del barrio vecino, Torre Baró, secuestró en 1979 un bus para exigirle al ayuntamiento de Barcelona que brindara ese servicio. Pero, “lo del bus lo hicimos nosotros antes”, rectifica Amparo. Aquí, cerca de 200 vecinos secuestraron tres buses de la ruta 11 en 1974, pero de eso no hay película. Amparo dice que vio subir los buses secuestrados por la misma cuesta que está frente al edificio de la Asociación. La construcción antes no existía, pero los mayores se reunían cerca de esta intersección privilegiada por las vistas para poder observar si venía la policía. Para entonces gobernaba Franco, y las reuniones para planificar secuestros de buses debían ser clandestinas. 

En Roquetes, casi todo ha sido peleado. Para tener línea de buses, secuestraron los que iban por otros barrios. Para evitar que la guardería se cerrara en los setentas, las vecinas se tomaron las instalaciones. Para impedir que una planta industrial de alquitrán siguiera funcionando, doscientos vecinos entraron y la desmantelaron. 

Las vecinas que vieron cómo se asfaltaron las calles por las que ahora pasean los chicos extranjeros, no están seguras de que el barrio en su totalidad tenga el mismo espíritu de antes. “Éramos inmigrantes porque no éramos de aquí y nos fuimos apoyando unos a otros. Ahora han venido los nuevos emigrantes y ya la gente de aquí ya no lo ve igual”, dice la mujer de rojo. 

Si este barrio funcionó es porque cosas como la luz, el agua potable y las aguas negras fueron posibles por la colaboración entre vecinos. Amparo luego muestra fotos de cómo se juntaban los domingos a trabajar para instalar servicios básicos. Hacían labores de paletería, o como dicen en Honduras, albañilería. 

En Roquetes nunca han faltado albañiles. Es un barrio obrero que se precia de que su gente sabe hacer cosas. Colina abajo de la Asociación de Vecinos y Vecinas se extiende la calle con el nombre del colonizador de México y Centroamérica, Pedro de Alvarado. En una esquina de esta calle hay un almacén lleno de ladrillos, cementos y estanterías con material gris de construcción donde resalta una bandera azul y blanca. 

El local lleno de hombres morenos y cejas gruesas se queda en silencio cuando se pregunta por alguien que cuente cómo esa bandera hondureña llegó ahí. Como si fueran niños de colegio que señalan a un culpable, el grupo decide que Juan, de 45 años y que llegó al barrio en 2018, será el encargado de explicar. Juan dice que no, que el patrón está ahí y que tiene que trabajar. Mientras se niega, sale del almacén para quedar fuera de la mirada y escucha de sus compañeros. Ve hacia el mar y empieza a contar su historia mientras juega con un tubo plástico en las manos. Sonríe pero sus ojos ruegan por que la plática termine. 

Él empezó a levantar paredes a los 14 años. Aprendió el oficio con unos amigos y así lleva trabajando más de 30 años. Uno de esos amigos del barrio El Carrizal en las afueras de Tegucigalpa, le convenció de venir. Le ayudó a pagar el vuelo y lo recibió en una casa a pocos metros de este almacén. Le dio comida y dónde dormir gratis durante los primeros dos meses.

Juan nunca había salido de Honduras y para él, migrar era el gran misterio. Dice que lo vivió “con suspenso”, pero que necesitaba proveer para sus hijas de entonces ocho y dos años. Así que las tuvo que dejar. “Migrar casi que es algo que uno hace sin querer”, dice mientras sus compañeros cargan sin muchas ganas el material de construcción en una camioneta. Cuando su amigo le hablaba, pensaba que vendría a vivir a otra Barcelona. “Venía con esa inercia. Según mi mente, iba a ver un montón de casas con jardín, pero me vine a encontrar todo lo contrario. Aquí no había espacio”. 

A veces, dice, le da el bajón, y le dan ganas de regresar para no estar solo y ver crecer a sus hijas. Pero recuerda que vivir en este sitio sin espacio es lo que permite que ellas vivan mejor en Honduras. Si algo abunda en el barrio, son los locales de un servicio llamado Ría a través del cual se envían paquetes y dinero a Latinoamérica. Los países que estas tiendas promocionan más son Ecuador y Honduras, los latinos que más representación tienen en el barrio. El Instituto de Estadística de Catalunya dice que en toda la provincia hay, al menos, 63 mil hondureños. La cifra desde hace años da para que periodistas hablen de estas personas como si se tratara de una peste: “se han seguido proliferando”, “se han anidado”, advertía una nota de El Periódico ya en 2016. 

Pero ese discurso aún no llega a Gerardo y Daniel, los que se juntan a platicar de fútbol frente a una tienda con productos latinos. El cielo está gris y pronto lloverá, pero ellos no tienen prisa ni temor. No es la edad para hacerlo. Daniel cuenta que se ha sentido bienvenido en la escuela porque hay personas de otros países. Que un profesor les puso la película “El 47” y que así han entendido a dónde han venido a parar.

El barrio les gusta porque aquí sí se puede caminar después de las ocho de la noche, dice Daniel. Ellos valoran eso: el privilegio de caminar hasta tarde con una sensación de seguridad. Aunque pronto, Gerardo lo matiza. En las canchas del barrio, solía haber un grupo que quería “hacerse notar” suelta sin mayor explicación, como solo hacen las personas que terminan la oración a través de la mirada y saben que si no entendiste es culpa tuya.

La versión oficial dice que aquí han habido intentos de pandillas al estilo de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18. En 2023, la Policía Nacional realizó la “Operación Salvaguarda” para capturar a personas que supuestamente pretendían crear una clica de pandilleros. 

Una redada en la cancha trajo problemas para los chicos. Sus mamás temían por que sus hijos salieran, justo cuando ellos empezaban a saber qué era caminar de noche. “¿Por qué van a salir de lo malo para volver a meterse aquí?” se pregunta Daniel. Los dos chicos llevan en su celular fotos de sus patios en Honduras. Hay guacales por el suelo y plantas que salen de una tierra negra donde todo, hasta la hierba mala, florece sin necesidad de riego. 

Gerardo y Daniel platican como si estuvieran en un talkshow de la televisión. Escuchan las preguntas con atención y entrecierran los ojos para ir maquinando respuestas. Se escuchan entre sí y complementan lo que dice el otro. Platican con un buen ritmo hasta que un pensamiento les para en seco. De repente deben contestar qué hay en Honduras y no encuentran aquí. Piensan en su gente. Gerardo extraña a su papá y parece que ya no quiere hablar más. Daniel dice que quisiera transplantar, mover, a toda su familia a esta ciudad donde saben que tienen más chance de soñar, por ejemplo, con ser futbolistas. A pesar de que ahora están con sus madres, también están un poco más solos. 

Desde el final de la calle donde platican se ve la Sagrada Familia. Pero esa también está lejos. 

 

 

 

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