De culturas anfibias a ciudadanías en riesgo: Reflexiones antrópicas de adaptarse a vivir inundados | Centro Gabo
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De culturas anfibias a ciudadanías en riesgo: Reflexiones antrópicas de adaptarse a vivir inundados


Autor: Rodrigo Alejandro Paredes

Redacción Centro Gabo

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"El anfibio es símbolo de nuestra dualidad y conexión,
es testimonio de cómo la cultura puede ser tan móvil
y flexible como los entornos que habita".
 Orlando Fals Borda

Una vida anfibia es aquella que se caracteriza por vivir indistintamente entre la tierra y el agua. Lo anfibio, como categoría, hace referencia a organismos vivos con gran capacidad adaptativa y resiliente para sobrevivir a las adversidades que representan habitar humedales y, dada su imposibilidad de regular su temperatura internamente, estos dependen de las condiciones de su entorno, adaptando su existir al funcionamiento de los ciclos ecosistémicos.

Extrapolar el concepto anfibio a la condición humana, y sus procesos de adaptación sobre terrenos donde la inundación es cotidianidad, resulta interesante de observar. Por un lado, los humedales como hábitat de humanos han sido una realidad histórica en la relación de las sociedades con su entorno natural, aunque en la contemporaneidad esta relación se ha tornado problemática.

Las culturas anfibias como idea sociológica, en su origen, pueden describirse como una serie de buenas prácticas socioculturales de las comunidades tradicionales que habitan humedales, siendo un referente destacado las formas de vida de los campesinos pescadores de la subregión de las Lobas —en el suroriente del departamento de Bolívar— quienes han desarrollado una identificación identitaria con el ser anfibio, habitando a las orillas del caudaloso río Magdalena. En su experiencia adaptativa, estos poblados aprendieron a leer el ecosistema como un reloj administrador de su tiempo. Sus ciclos de trabajo se ajustaban a los ritmos del río: resguardándose ante la lluvia y, por ende, a la creciente, pero también laborando arduamente en los periodos veraniegos, estando expuestos a sequías. Esta relación sostenible con la naturaleza no era fortuita, sino el resultado de aprendizajes históricos y con un componente diásporico, ya que desde la tradición oral y de la conexión ancestral con la tierra —cosmogónicamente—, se sentían anfibios, perteneciendo tanto al barro como al charco, siendo la humedad un factor determinante en su desarrollo.

Este vínculo con los ecosistemas húmedos en el Caribe norte colombiano ha sido notorio en el desarrollo de sus sociedades históricamente, encontrando referencias muy antiguas como lo sucedido en la llanura aluvial reconocida como la Depresión Momposina, un sistema fluvial de extensión interdepartamental —Bolívar, Magdalena, Sucre, Cesar y Córdoba—, con más de 24,000 km² de superficie, siendo la principal desembocadura de cuatro poderosas corrientes hídricas (Ríos Magdalena, Cauca, San Jorge y Cesar), derivando en una acumulación excesiva de sedimentos que imposibilitan el uso del suelo. En este ecosistema desafiante, encontramos un vestigio de la capacidad adaptativa de nuestros ancestros: los canales artificiales creados por los indígenas zenúes, un sistema de camellones intercalados con cauces que aprovechaban las inundaciones para la agricultura —riego— y la piscicultura. Esta megaobra de ingeniería hídrica, con más de 2.000 años de antigüedad, revela un profundo conocimiento de nuestra geografía y gran capacidad de aprovechamiento bajo acciones equilibradas con el entorno natural.

Estos acumulados culturales recogidos a partir de estas y otras referencias históricas constituyen el ideario de “culturas anfibias”, una metáfora conceptual que integra prácticas tradicionales sostenibles de quienes habitan territorios acuáticos, pero que, en la contemporaneidad de la historia nacional, merece una revisión a partir de los condicionamientos que viven quienes habitan ecosistemas humedales en territorios urbanizados.

La realidad colombiana del último siglo tiene un factor común determinante en la constitución de sus sociedades contemporáneas: El conflicto armado. A partir de los hechos relacionados a esta conmoción interior permanente ha propiciado dinámicas de desplazamiento forzado, llevando a habitantes de la ruralidad a resguardarse en las periferias de las principales ciudades capitales del país, sin acogidas, sin albergues dignos, transitando y adaptándose bajo condiciones de cruda pobreza.

En ese tránsito a las urbes, las personas desplazadas sufren el destierro de sus entornos naturales de vidas de sus cotidianidades y prácticas tradicionales, lo que los obliga a encontrar formas adversas para sobrevivir en territorios donde regularmente el estado no tiene presencia, y que, en muchos casos, paradójicamente, son entornos naturales descuidados. Muchos de esos ecosistemas humedales son ignorados, sin ninguna apreciación por la vitalidad de sus recursos, y más bien abandonados a la intemperie de la precariedad, hasta que el interés comercial los vuelva visibles.

Una ciudad que encarna esta paradoja es Cartagena de Indias. La principal ciudad-puerto del país, convertida en patrimonio colonial y en epicentro turístico, ha sido el destino de inmigrantes forzados por la violencia desde el sur de Bolívar y departamentos aledaños. Sin embargo, la ciudad no los recibe de puertas abiertas, ya que la ausencia de una planificación territorial incluyente ha permitido dinámicas de segregación, empujando a los inmigrantes empobrecidos a asentarse en las periferias, catalogadas como los territorios de mayor riesgo ambiental.

Durante el siglo XX, Cartagena consolidó su vocación portuaria, impulsó el turismo y fortaleció su sector industrial. Más que un proyecto de ciudad, Cartagena fue concebida como un complejo mercantil donde las poblaciones empobrecidas fueron invisibilizadas y relegadas a zonas de riesgo ambiental, confinadas detrás de los cerros y a los bordes de la Ciénaga de la Virgen.

Este cuerpo de agua, principal humedal de la ciudad, es una laguna costera de agua salobre —Mar y desembocaduras de río— que puede equipararse al tamaño de la localidad Histórica y del Caribe Norte de la ciudad, con sus 22,5 km². Su riqueza ambiental es incuestionable: actúa como ecotono entre el complejo cenagoso, el bosque seco tropical y las zonas de valle. Por ello, no es casualidad que la conquista española haya tomado este punto como enclave estratégico, ya que era evidente su potencial de producción de vida. No obstante, con la modernización de la ciudad durante el siglo XX y la influencia de modelos urbanísticos foráneos y compañías inversoras, Cartagena dio la espalda a sus ecosistemas.

En lugar de preservar su riqueza natural y propender por el entendimiento de sus ecosistemas, los gobernantes priorizaron su actividad portuaria, su infraestructura colonial y su industria turística, tal como se referencia en el plano regulador de 1948 diseñado por el arquitecto José María González Concha, el cual funge como un hito de planificación urbana, pero que aunado a otros ejercicios como el plan Pearson de 1915 y la reubicación de Chambacú en 1971, consolidaron la marginalización de lo que actualmente se reconoce como “la otra Cartagena”. Bajo esta visión de desarrollo y modernización, las políticas locales tomaron el camino de rellenar el suelo, alterando el equilibrio natural, afectando la oxigenación del agua y propiciando el vertimiento de aguas residuales hacia la Ciénaga de la Virgen, lo que contaminó severamente el ecosistema y afectó a las comunidades que dependen de él.

Además, sobre la década de 1940, ante la falta de infraestructura adecuada para el manejo de aguas residuales, la respuesta institucional fue usar a la ciénaga como receptora de estos desechos. Durante décadas, se vertieron más de 100.000 m³ diarios de desperdicios —el equivalente a vaciar 40 piscinas olímpicas de forma ininterrumpida—, en una práctica que se mantuvo hasta 2013 y que, aún hoy, presenta irregularidades en la transparencia de los tratamientos hídricos.

Resultado de este descuido sobre la Ciénaga de la Virgen, aunado a la bonanza comercial y turística de la ciudad, Cartagena atrae todo tipo de migrantes en búsqueda de encontrar oportunidades para subsistir. Muchos de ellos —un tercio de la ciudadanía—han encontrado refugio a las orillas del cuerpo de agua , conformando un cordón de pobreza en un territorio donde prevalece la contaminación y la amenaza ambiental. Además, el desarraigo cultural recrudece la vulnerabilidad al encontrarse la ciudadanía frente a un ecosistema con condiciones distintas a las que solían habitar, una barrera de acceso al uso sostenible del suelo.  

A pesar de la crisis, persiste un rastro adaptativo y resiliente que podemos reconocer como una manifestación de la cultura anfibia en Cartagena. En barrios como El Pozón, campesinos lograron durante décadas sembrar arroz, un intento de soberanía alimentaria aprovechando las características de su suelo barroso. También, en el barrio La María, existe un puerto de pescadores como último bastión de resistencia de este oficio tradicional en la urbe, faenando entre la ciénaga y su desembocadura al mar, aunque cada vez más amenazado debido a la creciente contaminación. Sin embargo, estas estrategias de supervivencia se ven cada vez más vulneradas por el progresivo deterioro del humedal: la sedimentación de los caños, la reducción de la vida acuática y el aumento de rellenos ilegales están afectando la capacidad regenerativa del ecosistema. Estos ejemplos —junto con los procesos de siembra de manglar, la definición de zonas de protección comunitaria y el control y la vigilancia ejercidos por los liderazgos territoriales de la Unidad Comunera de Gobierno número 6— exponen el debate sobre la conservación a una opinión pública que ha relegado al olvido la supervivencia de su ecosistema y que ahora lucha, de forma contradictoria, con las consecuencias de su deterioro.

Actualmente, la cultura anfibia en Cartagena está atrapada en una encrucijada: pobreza, contaminación, segregación y crisis ambiental. Con un acceso limitado a infraestructura de cubrimiento de derechos (escuelas, hospitales, saneamiento), las comunidades que habitan la ciénaga no solo enfrentan el abandono estatal, sino también la estigmatización social. Esto se agudiza con la narrativa mediática, que, en pos del encubrimiento del deterioro ambiental, predica sobre estos territorios como zonas de riesgo y violencia, y los reduce —en un afán de notoriedad efímera— a titulares de prensa roja que refuerzan el morbo y la revictimización.

Sin embargo, en medio del abandono, también se abre paso una comprensión distinta: muchas comunidades habitantes de las orillas de la Ciénaga de la Virgen han empezado a ver la conservación ambiental como su única alternativa de supervivencia. Saben que nadie vendrá a rescatarlas y que la reubicación no es una prioridad para el Estado. En este contexto, la única opción es reivindicar la relación con el agua, un conocimiento que ya era evidente para los campesinos de Loba y para los antiguos zenúes: la subsistencia depende del equilibrio con el entorno. Este debate se propone a la par de una Cartagena cada vez más gentrificada, que entiende su capacidad comercial en una cultura como un recurso de extracción y su naturaleza como un privilegio reservado para el turismo.

La complejidad actual de habitar territorios cenagosos y humedales en medio de las urbes, entendida desde una lectura como cultura social, evidencia la fragmentación, los mecanismos de segregación y desigualdad, así como el desprecio sistemático por el medioambiente. Estas condiciones parecen estar siendo sostenidas —y en algunos casos intensificadas— por decisiones políticas que implican diversas formas de violencia y actores que las ejercen en beneficio de unos pocos.

Resulta fundamental, entonces, hacer el ejercicio de imaginar el futuro y preguntarnos cómo creemos que será recordada la “Cartagena Anfibia”: ¿como un testimonio de las sociedades que colapsaron por devastar sus cuerpos de agua? ¿O como la historia de comunidades que lograron construir una relación sostenible entre la ciudad y los ecosistemas que la sostienen?

Ojalá la historia —y nuestros actos— nos absuelvan de la catástrofe.

 

 

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