Las manos que trajeron el eco de un país lejano | Centro Gabo
guitarra-eco
lectura

Las manos que trajeron el eco de un país lejano

 

Autora: Fátima Schulz Vallejos

Redacción Centro Gabo

Regresar

 

Kafi y Javier caminan con los estuches de sus instrumentos en la espalda y la mente puesta en el repertorio de la noche. Mientras avanzan, Barcelona les habla en su propio idioma, sonando a muchas cosas. Al golpe seco de los zapatos de flamenco en el Raval, a la cumbia que se desliza de los parlantes de una tienda latina en el barrio de Sant Antoni, al rasgueo melancólico de una guitarra en el Born o a la cadencia de la salsa caleña que proviene de un pasadizo del Gòtic. En cada esquina, una lengua y un ritmo distintos. Una ciudad que no solo camina, sino que se escucha, con acentos que viajan de un lado a otro del Atlántico, creando una sinfonía de ida y vuelta.

Entre esas notas dispersas, la música migrante se cuela como un eco persistente. No se trata solo de un sonido; es memoria, resistencia, transformación. Para quienes han cruzado océanos dejando atrás una casa y un paisaje familiar, la música pasa a ser como una patria portátil que pueden llevar a donde sea que vayan. En ese panorama de sonidos y ritmos diversos, el violín de Kafi busca repetir las mismas melodías que alguna vez sonaron en Asunción, y la guitarra de Javier quiere seguir pulsando acordes heredados de la trova latinoamericana.

La pareja de músicos que está por salir a escena. Pero esta vez no se trata de un teatro con dos mil butacas ni hay un telón de terciopelo esperando levantarse. Los camerinos y las luces titilantes en los espejos quedaron atrás. Esta vez, el escenario es una galería de arte en el Eixample barcelonés, un espacio donde las paredes están llenas de cuadros como de historias. La anfitriona es una paraguaya que llegó hace veinte años con poco más que un par de maletas y muchas preguntas. Su futuro incierto fue tomando forma entre esperanzas y frustraciones, hasta que encontró en el arte un refugio e, involuntariamente, también una misión: abrir caminos para otros que, como ella, buscan su lugar lejos de casa.

Tanto Kafi como Javier llegaron de Paraguay hace dos años con la música a cuestas, como quien carga recuerdos contra el olvido. No fue el azar ni la casualidad lo que unió el violín de ella con la guitarra de él, sino el vaivén de amistades y escenarios compartidos que, un año antes de cruzar el océano, ya había empezado a tejer sus destinos en una misma partitura. Soñaban con trascender, que la música se convirtiera en su pasaporte en tierras lejanas. Anhelaban el Palau de la Música, la perla arquitectónica del modernismo catalán. Querían sentirse parte de esa tradición que parecía escribirse para otros. Pero las puertas no se abrieron de inmediato. Comprendieron así que la música también debe entender de paciencia, afinando el camino, nota por nota.

Su amor por la música despertó a temprana edad. A los nueve años, Kafi iba acompañada de sus hermanas a la academia de ballet, casi con el desánimo de quien sabe que está a punto de asistir a un lugar que no le pertenece. No encontraba mucha gracia en los espejos infinitos, ni en la punta de los pies estirados, ni en los movimientos ensayados, pero ahí estaba ella. Hasta que una tarde algo cambió. Desde el salón contiguo, un sonido la detuvo en seco. Era “El Cascanueces”, de Tchaikovski, el leve sonido del piano que forma parte de la orquesta fue lo que llamó su atención. Su sueño era tocar el piano, pero en aquel momento su mamá le dijo que no podría comprarle uno porque era muy costoso. No contenta, no le quedó otra que resignarse. El segundo sonido que identificaba era la melodía y los emotivos matices de los violines. Y ahí sí veía una oportunidad viable. Luego de mucha insistencia, nunca más volvió al ballet, empezó a estudiar música y jamás soltó el violín. Y así forjó su camino entre acordes de Bach, Vivaldi, Pachelbel, tocando en distintas Orquestas Sinfónicas de Paraguay. Y cambió los delicados pasos del ballet por el vaivén vibrante del arco sobre las cuerdas. Donde antes había espejos y coreografías, ahora había partituras y melodías.

Javier también era apenas un niño cuando comenzó en la música. En su casa, las voces de Luciano Pavarotti, José Carreras y Plácido Domingo flotaban en las habitaciones mezclándose con el día a día, porque sus padres eran devotos de “Los Tres Tenores”. Tenía ocho años cuando escuchaba aquellas piezas con una fascinación inusual para su edad, por lo que comenzó a imitarlas. No era el canto despreocupado de cualquier niño, se trataba de un intento muy comprometido de alcanzar esas notas imposibles. Sus padres supieron ver su talento, le compraron una guitarra y le apuntaron a clases de técnica vocal, donde cantaba canciones infantiles y juveniles sin mucho entusiasmo, empecinado en encontrar su propia voz. Hasta que un día, el destino hizo de las suyas y lo llevó a escuchar a Berta Rojas en vivo. En sus cuerdas resonaban los ecos de Agustín Pío Barrios “Mangoré”. Fue como si la guitarra le hablara en un idioma que siempre había conocido y, de pronto, todo cobró un nuevo sentido para él. Migró a Buenos Aires a estudiar en el Conservatorio y nunca más se separó de su guitarra. Y a partir de ahí, su música se transformó en su pasaporte. Recorrió universidades y escenarios de Argentina, Uruguay, Estados Unidos y España. Allí estudiaba, componía y desentrañaba los secretos de la música hasta que el destino lo puso de nuevo en Barcelona para estudiar en el Conservatori Liceu. Como siguiendo los rastros de Montserrat Caballé, Francesc Viñas o Victoria de los Ángeles. Como si de un presagio se tratase. 

En un escenario improvisado ubicado en el Eixample, Kafi repasa mentalmente su repertorio mientras estira los dedos con precisión quirúrgica. Lo hace siempre antes de tocar, como si preparara las manos para moldear el aire con su violín. A su lado, Javier afina la guitarra con la concentración de un orfebre. No se trata de un acto mecánico, sino de una conversación íntima con su instrumento. Cuando cree que todo está listo, rasguea suavemente las cuerdas y asiente, como si acabara de escuchar una respuesta. No utilizan partituras porque un atril sería una interferencia entre su público y ellos. Por lo que prefieren internalizar la música antes de que suene. Dejar que las notas se acomoden solas en su memoria para disfrutar del momento.

Más tarde reconocerán que una de las mejores cosas de haber cruzado el charco es que hoy tienen más posibilidades de tocar juntos, una actividad que, en Paraguay, por cuestiones de rutinas y estilos, no lo hacían. En Barcelona, su sala de ensayo se redujo a su pisito de 52m2, ubicado en la primera planta de un bloque de Sants, ese barrio que palpita con el ritmo de su historia obrera, entre el eco de sus fábricas textiles y la vorágine de sus calles estrechas y bulliciosas. Allí aprovechan el invierno catalán para resguardarse, desenfundar sus instrumentos y ensayar sus repertorios. Irónicamente, Sants también representa el tránsito, el movimiento, las despedidas y los encuentros, con su imponente estación ferroviaria que ha visto llegar y partir a tantos viajeros, como si el barrio mismo fuera un puente entre lo que se deja atrás y lo que está por venir.

Tanto Kafi como Javier llevan más de veinte años haciendo música, sin embargo, cada concierto parece ser un pequeño ritual que se repite con la misma emoción de la primera vez. Prueban la acústica del lugar, los micrófonos y alguna pieza breve para corroborar que todo esté a punto. No parecen nerviosos, pero se puede ver que les tiemblan un poco las manos. Kafi y Javier se miran un instante, lo justo para apoyarse mutuamente y sincronizar la respiración. Es entonces cuando las notas empiezan a fluir. La primera canción es la más difícil, reflexionarían después. Hasta que en cuestión de segundos todo parece encajar. El violín de Kafi se desliza con la suavidad de un recuerdo, mientras que la guitarra de Javier teje melodías que conectan tiempos y geografías. Antes de empezar cada canción, Javier hace una suerte de pedagogía con su público, contando un poco de historia de cada una de las canciones, porque considera que así la gente disfruta y conecta más con ellos. Así, lo que suena primero es “Alto Paraná”, una forma de admiración y reverencia con la que el paraguayo Herminio Giménez rinde homenaje al majestuoso río. Luego le seguirá “Recuerdos de Ypacaraí”, una melodiosa guarania que, según la autobiografía del mismísimo Demetrio Ortiz, la compuso a raíz de recordar a un viejo amor y con su guitarra dio notas a lo que sería una de las piezas más universales de la música paraguaya. 

—¿Cómo suena un concierto en una galería de arte?
—Suena muy mal.

La acústica del lugar está lejos de ser perfecta, pero aun así, enseguida amplían su repertorio con “Ne rendápe aju” o “Vengo junto a ti”. Javier explica que se trata de una guarania cuya música pertenece a José Asunción Flores y la letra al poeta paraguayo Manuel Ortiz Guerrero. La traducción al castellano fue realizada por Mauricio Cardozo Ocampo, otro referente de la música popular paraguaya. La canción narra una historia de amor intensa, casi desesperada expresando devoción a una mujer. Y así, de repente, la música de Paraguay resuena muy lejos de casa. Lo que tocan no es solamente melodía, es un mapa, un idioma secreto que traduce la distancia en sonidos y los recuerdos en hogar. En manos de Kafi y Javier, las guaranias que alguna vez resonaron fuerte en Asunción, parecen entrelazarse con los arpegios de la vieja Europa.

Para un músico, y más aún para el que migra, no basta con la destreza de los dedos ni con el dominio de las partituras. Para un músico, migrar implica aprender a escuchar y dejarse moldear por los sonidos de una tierra ajena, sin perder la esencia de lo que se trae consigo, hacer un último sacrificio: dejar el ego en el aeropuerto, junto a las maletas que pesan demasiado. Pero para ello, insistirá Javier, se requiere una apertura mental muy grande: “Yo venía de estudiar en conservatorios de Buenos Aires y Nueva York, luego fui a Paraguay a viajar por todo el país con Sonidos de la Tierra y después vine a tocar puertas desde cero en Barcelona”, confesará, luego de un minuto de reflexión acerca de su propio viaje. Un viaje que para ambos no ha sido sólo geográfico, sino también interior, donde la ciudad les ha enseñado una lección distinta y cada escenario les ha obligado a reinventarse.

No recuerdan el momento exacto en el que la música dejó de ser solo notas para convertirse en un refugio. Para Javier todo se dio de forma gradual, cuando entró al Conservatorio y decidió que ese sería su modo de ganarse la vida. Kafi, sin embargo, sigue sin comprender muy bien cómo monetizar con la música, porque siempre fue un amor más que un medio de lucro. Pero tal vez esta transformación se intensificó cuando partieron de Paraguay con los bolsillos llenos de partituras. O quizás mucho antes, cuando en las tardes de infancia las cuerdas de una guitarra o el arco del violín les enseñaron que la música era mucho más que sonido: era recuerdo, identidad y hogar. 

Cuando lo más difícil es encontrar su propio lugar lejos de casa, se refugian en la música, en esa conexión para nada circunstancial que los une a su tierra, a más de diez mil kilómetros de distancia. “La música me recuerda de dónde vengo”, me dirá Kafi después. A lo que Javier añadirá: “Para los migrantes, nuestra música es nuestra ancla, el equilibrio cuando perdemos el equilibrio. Tener algo de Paraguay nos hace sentir más cerca”. Sin embargo, su música ya no es la misma. En el viaje, los sonidos también migran: las guaranias, en el dulce idioma guaraní, se entrelazan con las melodías de Mozart o Beethoven, en una sinfonía donde la nostalgia y la exploración van de la mano. Pero su música también se dejó atravesar por los sonidos de su nuevo hogar. Sus acordes ahora viajan entre los arpegios de “Recuerdos de la Alhambra”, las piezas de Jaume Torrent y la “sonatina invernal” de José Galeote, mezclando tradiciones que alguna vez existieron por separado y que ahora coexisten en su arte. “Tocando música local podemos seguir conectando y, al mismo tiempo, es nuestra forma de agradecer la acogida que nos dio la ciudad”, me dirá más tarde Kafi, mientras Javier asentirá levemente con la cabeza, como si la verdad no necesitara más palabras. 

A veces, al terminar de tocar, entre canción y canción, los dedos de Kafi quedan adormecidos, marcados por el roce de las cuerdas. Esas pequeñas huellas en la piel le recuerdan que la música también se escribe con el cuerpo. Así como en otro tiempo, mucho antes de que la música paraguaya buscara abrirse camino en Barcelona, en un rincón de Nueva Orleans, las voces de esclavos negros subieron de los campos de algodón y encontraron en los cantos espirituales y los lamentos del alma el nacimiento del blues y el jazz. Sus orígenes se encuentran en las calles vibrantes y los muelles, testigos silenciosos de llegadas dolorosas. De la misma forma que los marineros cubanos en Andalucía descargaban habaneras y sones que más tarde los gitanos adoptarían hasta hacerlos suyos, creando una música alegre y bailable como la rumba flamenca.

Como entonces, hoy también hay cuerpos que migran y tocan, que convierten el dolor en armonía y los recuerdos en melodías que viajan entre continentes. Siempre ha sido así: la música viaja con quienes dejan su tierra. Se mezcla, cambia de piel y resuena con otros acentos sin perder el alma. Quizás lo sepan, quizás no, pero su historia resuena con ecos del pasado. 

Poco después, Javier recordará una anécdota reciente de una mañana que entró a la Editorial Boileau, sobre la calle Provença. Ese lugar guarda desde hace más de un centenar de años entre sus paredes, cajones y armarios todo tipo de partituras y generaciones de vidas dedicadas a la música. Llegó allí buscando nuevas canciones para su repertorio. Le recomendaron un compositor catalán. Cosa curiosa el destino. Instantes después el mismo apareció por la puerta. Se trataba del mismísimo Jaume Torrent. Se saludaron, hablaron de cuerdas y armonías y antes de terminar el primer café, ya se hicieron amigos. Desde entonces, una vez al mes, comparten despacho y, sin pensarlo demasiado tal vez, la música de Torrent cruzará el Atlántico por primera vez.

Antes de finales de año, su “Concert de Rialp” resonará con la Orquesta Sinfónica en Paraguay, con Javier como puente entre dos mundos. Es curioso cómo la música también migra, cómo una melodía nacida entre los valles del Pallars Sobirà puede encontrar eco a diez mil kilómetros de distancia. Cuando Torrent visitó por primera vez aquellas tierras catalanas, la belleza de su comarca le caló con la intensidad de un acorde perfecto. Entonces supo que debía homenajearla con una obra que no describiera paisajes, sino emociones. Y de eso la música sabe muy bien. Que su concierto ahora viaje a Sudamérica es, en sí mismo, una celebración a la migración, a los sonidos que cruzan fronteras y a los músicos que, como Kafi y Javier, llevan consigo un hogar que cabe dentro de un compás.

Y así, en ese vaivén de la migración, la música no solo recuerda de dónde se viene, sino que también ayuda a encontrar un nuevo lugar en el mundo. Muchas veces, como un abrazo de lo propio en tierras ajenas. Otras, como un puente que conecta dos orillas, dos historias, dos formas de entender el ritmo de la vida.

Hay puertas que todavía no se abrieron, pero hay otras que sí. Allí, en el corazón de Barcelona, donde las callecitas resguardan secretos centenarios, entre Sarriá y el Eixample, están Casa Sors y Casa Luthiers, dos templos de la música que todavía sobreviven al tiempo, dos santuarios donde la madera cobra voz y el arte de la lutería se mantiene intacto. Sitios que acogieron los instrumentos de Kafi y Javier y que les dejaron entrever una oportunidad para empezar a hacerse de un sitio en la escena musical de Catalunya. Un lugar que desde tiempos inmemoriales ha sabido internalizar los sonidos que migran y ha propiciado la transformación del espacio sonoro, cultural y social.

Y así, entre la nostalgia y la reinvención, los sonidos de Paraguay encuentran en Barcelona un nuevo pentagrama donde perdurar. “Uno cuando migra, pierde la oportunidad de tener una sola casa. Siempre vas a ser un poco de allá y un poco de acá”. La meditación de Javier invita a repensar en su migración como un viaje cultural que se escribe en nuevas calles y que resuena en escenarios peculiares, esbozos de una tierra lejana que se tejen en el lienzo urbano. Como el río que lleva consigo su corriente infinita, la cultura paraguaya se filtra en las calles, los mercados y los corazones de quienes habitan la ciudad condal y les dan una oportunidad a los nuevos cantares. A través de las músicas y las voces, el guaraní también se desliza como un afluente arroyo entre las mil y una lenguas ya existentes, las tradiciones que florecen en patios, terrazas y balcones ocultos y la comunidad migrante que teje un tapiz de recuerdos, la voz de un origen se niega a morir. No se extingue, sino que trasciende y muta, resonando en los paisajes de Barcelona con la fuerza de una antigua melodía que se reinventa constantemente.

Las notas de Kafi y Javier dejan de sonar esta noche, pero aún resuenan en el corazón de quienes, por varios minutos, fueron parte de ese ensamble de emoción que fue capaz de transportarnos más allá del tiempo y la distancia, donde la música se convirtió en hogar por unos cuantos minutos. Javier se despide con una frase en su lengua materna, como toda una declaración de intenciones que reafirma su identidad: “Aguije peiko haguére ko pyhareve ñande ndive”. O lo que es igual: “Gracias por acompañarnos esta noche”.

Continúa Leyendo

©Fundación Gabo 2025 - Todos los derechos reservados.