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Tres artículos escritos por Gabriel García Márquez para leer sin ropa

Tres textos del escritor colombiano en torno al nudismo. 

Redacción Centro Gabo

Remedios, la bella es quizá el personaje que mejor refleja la posición de Gabriel García Márquez respecto al nudismo. La joven de Cien años de soledad, cuyo ascenso a los cielos es un momento emblemático del libro, creía que estar desnuda era la única forma decente de estar en la casa. “No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines”, afirmó García Márquez en su novela, “de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de estar desnuda”.

Los baños de Remedios, la bella podían durar horas entre abluciones solemnes y matar alacranes. “Era un acto tan prolongado, tan meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una merecida adoración de su propio cuerpo”, se cuenta en Cien años de soledad.

El ideario de este comportamiento puede encontrarse en los artículos que García Márquez escribió para El Heraldo de Barranquilla en 1950 bajo el seudónimo de “Septimus” (en honor a Septimus Warren Smith, un personaje creado por Virginia Woolf para La señora Dalloway), donde Gabo reflexiona en torno a las formas del nudismo y recupera las posiciones que sobre el tema tienen Lin Yutang y una asociación de nudistas de Medellín.

En el Centro Gabo compartimos contigo estos artículos del escritor colombiano:

 

Nudismo íntimo

 

Publicado el 25 de abril de 1950, “Nudismo íntimo” es la primera reflexión de García Márquez sobre la desnudez. En este caso sobre la desnudez que se disfruta en la intimidad, sin público. El entonces columnista de El Heraldo la escribió a partir de un cable extranjero que llegó al periódico y en el que se hablaba de una manifestación en la Columbia Británica por parte de cuarenta nudistas (22 mujeres y 18 hombres), quienes desfilaron por las calles cantando himnos medievales rusos e incendiando algunas residencias.

El nudismo, nos dice García Márquez, puede ejercerse en secreto y de forma religiosa de igual manera en que un católico ora encerrado en su alcoba sin que nadie lo advierta.

 

Razones de índole puramente anatómica nos obligarían a muchos a ser radicales opositores del nudismo. Sin embargo, así como provisionalmente tenemos comunistas dueños de fábricas y haciendas, conservadores obreros y anarquistas que pagan con puntualidad su impuesto sobre la renta, podrían existir nudistas capaces de ruborizarse, inclusive, de que se les salte en la calle uno de los botones de la camisa. Creo que es Lin Yutang quien escribe –en su libro Amor e ironía– sobre este interesante asunto. Dice el escritor chino que él mismo, a su manera, es un nudista, aunque se considera incapaz de salir a la puerta de la calle en mangas de camisa. Le satisface, eso sí, prolongar el baño matinal hasta donde resulte normalmente posible, sólo por rendir a diario un culto a su secreta convicción. Esa manera de practicar el nudismo me parece muy similar a la del demócrata que levanta su perorata demagógica en una plaza pública y luego, el domingo electoral, vota en blanco. No quiere ello decir que el demócrata no lo sea de verdad. Al contrario, puede serlo mucho más y mejor que quienes se decidieron en las urnas.

     Seamos, pues, nudistas en esa forma; casi religiosamente. Si los nudistas, como los vegetarianos, tienen su propio dios particular y exclusivo, esa divinidad sabrá que todos los días, en el baño, sus fervorosos creyentes practicaron la ceremonia litúrgica. A los católicos no se les exige que anden orando por la calle. Se les exige –eso sí– que practiquen los mandamientos, sacramentos y obras de misericordia a sus horas, como lo hacen los vegetarianos a las horas de las comidas y nada más. Ahora bien, que los fanáticos nudistas de Kristova hayan resuelto hacer una procesión con el uniforme de la comunidad, ya eso es otra cosa. Después de todo, me parece que el primer mandamiento de la ley nudista es muy natural:

                   Bañarse todos los días. Natural e higiénica, además.

 

La manera de ser nudista

 

La filosofía de los nudistas que no se desnudan en público sino bajo su ropa. Uno puede estar completamente vestido y ser nudista, advierte García Márquez en su artículo publicado el 2 de noviembre de 1950. Allí también nos cuenta de una asociación de nudistas en Medellín que pone en práctica estos preceptos y nos recuerda la postura del escritor Lin Yutang.

 

En Medellín hay una asociación de nudistas, cuyos miembros hacen todo lo que suelen hacer sus colegas del mundo, menos desnudarse. A los clásicos del nudismo, esto puede parecer poco menos que una extravagancia, algo así como el resultado de las influencias del surrealismo, pero en realidad no hay nada anormal en la conducta de los nudistas antioqueños. Un caballero vestido a la antigua, con sombrero encocado, pantaloncillos de una sola pieza desde el cuello hasta los pies, guardapolvos, chaleco de fantasía, sobretodo y paraguas, puede ser un nudista, haberlo sido siempre y seguirlo siendo sin necesidad de que salga a la calle protegido apenas por una mano adelante y otra atrás.

     (…)

     Es que se puede ser nudista, sin perder de vista las reglas del buen gusto. Ava Gardner, por ejemplo, podría ser una nudista total y asistir a una función de gala espectacularmente desnuda, con lo cual ganaría en atractivo y popularidad mucho más que si fuera ataviada con todos los diamantes del Aga Khan al cuadrado, en su cumpleaños de mayor densidad.

     (…)

     Lo que deben pensar los nudistas de Medellín es precisamente eso: que desnudarse, cuando no se tiene con qué, es nada menos que una extravagancia. Lin Yutangg, que también confiesa ser un nudista a su manera, se manifestó alguna vez en este sentido, al decir que sus aficiones nudísticas se limitaban a prolongar el baño más de lo higiénicamente indispensable, con el objeto de que los primeros minutos estuvieran dedicados al jabón y al agua y los suplementarios al culto de sus secretas y modestamente cultivadas aficiones.

    

Desvistiendo la retirada

 

La historia de un asaltante que obliga a desnudarse a la cajera de un café en Detroit para que no lo persiga. Como era usual en aquellos tiempos, García Márquez se enteró de este suceso por un cable extranjero y lo reescribió para El Heraldo el 16 de agosto de 1950.

El artículo no propone ninguna filosofía sobre el nudismo pero le ofrece al lector una especie de cuento hemingwayano con un desenlace inesperado.

 

Cuando los periodistas, pocos minutos después, invadieron el establecimiento, la muchacha estaba, más que aterrorizada, ofendida en su dignidad de mujer. En la forma en que relató los hechos fue fácil advertirlo. Porque ninguna mujer rubia como aquella puede aceptar que un ladrón entre a un establecimiento, le ordene entrar a un reservado y desvestirse para luego hacer lo que hizo aquel ladrón original.

     La muchacha entró al reservado, cerró la puerta y empezó a arrojar por lo alto el corpiño estampado, la falda de seda, imaginando en el exterior, al ladrón que apuntaba hacia la puerta con el cañón de su revólver, mientras caían, una a una, las piezas de su vestido y aguardando la hora de entrar. Al menos, debió ser eso lo que imaginó la hermosa cajera cuando después de arrojar la blusa y la falda se quedó dentro del reservado, esperando. Pero la puerta no se abrió. Apenas, del otro lado, se oyó la voz apremiante:

      – Siga, todavía falta mucho.

     Y la muchacha, pacientemente, se fue desprendiendo de cada una de las piezas personales hasta cuando ya no faltó sino una. Pero todavía la puerta no se abrió. La cajera, encerrada en aquellas cuatro paredes que, por la apariencia de la muchacha, tenían mucho más de cuarto de baño que de reservado, debió aguardar un instante a que sonara el picaporte y el ladrón hiciera lo que ella suponía que debía hacer un ladrón que no encuentra en un establecimiento sino veintisiete pesos y una rubia con sex appeal. Pero el ladrón hizo todo lo contrario. Y volvió a gritar desde fuera:

     – Prosiga.

     Y el ladrón, todavía con la misma voz mecánica por debajo de la cual no se advertía ninguna emoción: «¡Todavía falta una!».

     Y debió ser entonces cuando la cajera empezó a sentirse ofendida, no tanto porque el ladrón estuviera exigiéndole mucho más de lo que puede soportar el pudor de una mujer, sino porque estaba demostrando ser un caballero con pretensiones casi enfermizas. En realidad, debió pensar la muchacha, a ningún ladrón experimentado podía ocurrírsele que la pieza que aún faltaba podía constituir un inconveniente serio. Pero lo cierto fue que el ladrón insistió y una vez complacido, la muchacha se sentó en uno de los asientos del reservado y empezó a esperar, a esperar, hasta cuando advirtió que el establecimiento estaba lleno de gente. Fue entonces cuando alguien la descubrió y ella explicó todo lo sucedido. Atando cabos llegó a la conclusión de que el ladrón la había obligado a desvestirse para evitar que le persiguiera.

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