Seis reflexiones del escritor colombiano sobre la famosa bibliotecaria y lexicógrafa española.
En enero de 1981, dos semanas antes de la muerte de María Moliner, Gabriel García Márquez pasó por Madrid y decidió hacerle una visita. Uno de los hijos de ella, que era ingeniero industrial en Barcelona, le comentó que aquello no era posible, pues su madre se encontraba en un delicado estado de salud. El escritor colombiano aplazó entonces la visita para una fecha más conveniente. Pocos días después, recibió en Bogotá la noticia de que Moliner había muerto de una afección respiratoria. “Me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años”, escribió en una columna publicada en El País el 9 de febrero de ese año.
Dicha columna, titulada “La mujer que escribió un diccionario”, estuvo llena de elogios a los esfuerzos lexicográficos de Moliner, en especial a la que es considerada su obra maestra: el Diccionario de uso del español (1966). Para García Márquez, esta empresa lingüística era admirable por su contenido, los métodos de trabajo que empleó Moliner para concluirla y su propósito: estudiar la lengua española en toda su actualidad cotidiana, todo lo contrario al trabajo paquidérmico de la Real Academia de la Lengua, una institución con “una venerable tradición machista” y en cuyos diccionarios “las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir”.
En 1997, cuando la Editorial SM publicó su Diccionario de uso del español actual, García Márquez escribió un prólogo en el que evocó su profunda relación con los diccionarios (un vínculo que empezó en la casa de los abuelos maternos en Aracataca) y volvió a reconocer el gran trabajo hecho por Moliner, a quien además calificó de “inolvidable”.
En el Centro Gabo hemos seleccionado seis apuntes de Gabriel García Márquez sobre María Moliner. Los compartimos contigo:
María Moliner hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama Diccionario de uso del español, tiene dos tomos de casi 3.000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y ―a mi juicio― más de dos veces mejor. María Moliner lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria, y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron hace poco cuántos hermanos tenía, contestó: “Dos varones, una hembra y el diccionario”. Hay que saber cómo fue escrita la obra para entender cuánta verdad implica esa respuesta.
“La mujer que escribió un diccionario”. El País, febrero de 1981.
Todo diccionario de la lengua empieza a desactualizarse desde antes de ser publicado, y por muchos esfuerzos que hagan sus autores no logran alcanzar las palabras en su carrera hacia el olvido. Pero María Moliner demostró al menos que la empresa era menos frustrante con los diccionarios de uso. O sea, los que no esperan que las palabras les lleguen a la oficina, sino que salen a buscarlas.
Prólogo de Gabriel García Márquez al Diccionario de uso del español actual. Ediciones SM, abril de 1997.
María Moliner sintió que le sobraba demasiado tiempo después de sus cinco horas de bibliotecaria, y decidió ocuparlo escribiendo un diccionario. La idea le vino del Learner’s Dictionary, con el cual aprendió el inglés. Es un diccionario de uso; es decir, que no sólo dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, y se incluyen otras con las que pueden reemplazarse. “Es un diccionario para escritores”, dijo María Moliner una vez, hablando del suyo, y lo dijo con mucha razón. En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en cambio, las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo. Fue contra ese criterio de embalsamadores que María Moliner se sentó a escribir su diccionario en 1951.
“La mujer que escribió un diccionario”. El País, febrero de 1981.
Un gran maestro de música ha dicho que no es humano imponer a nadie el castigo diario de los ejercicios de piano, sino que éste debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él. Es lo que me sucedió con el diccionario de la lengua. Nunca lo vi como un libro de estudio, gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida. Sobre todo desde que se me ocurrió buscar la palabra amarillo, que estaba descrita de este modo simple: del color del limón. Quedé en las tinieblas, pues en las Américas el limón es de color verde. El desconcierto aumentó cuando leí en el Romancero Gitano de Federico García Lorca estos versos inolvidables: “En la mitad del camino cortó limones redondos, y los fue tirando al agua hasta que la puso de oro”. Con los años, el diccionario de la Real Academia -aunque mantuvo la referencia del limón– hizo el remiendo correspondiente: del color del oro. Sólo a los veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí que allí, en efecto, los limones son amarillos. Pero entonces había hecho ya un fascinante rastreo del tercer color del espectro solar a través de otros diccionarios del presente y del pasado. El Larousse y el Vox –como el de la Academia de 1780– se sirvieron también de las referencias del limón y del oro, pero sólo María Moliner hizo en 1976 la precisión implícita de que el color amarillo no es el de todo el limón sino sólo el de su cáscara.
Prólogo de Gabriel García Márquez al Diccionario de uso del español actual. Ediciones SM, abril de 1997.
María Moliner calculó que terminaría su diccionario en dos años, y cuando llevaba diez todavía andaba por la mitad. “Siempre le faltaban dos años para terminar”, me dijo su hijo menor. Al principio le dedicaba dos o tres horas diarias, pero a medida que los hijos se casaban y se iban de la casa le quedaba más tiempo disponible, hasta que llegó a trabajar diez horas al día, además de las cinco de la biblioteca. En 1967 ―presionada sobre todo por la Editorial Gredos, que la esperaba desde hacía cinco años― dio el diccionario por terminado. Pero siguió haciendo fichas, y en el momento de morir tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba ver incluidas en las futuras ediciones. En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida.
“La mujer que escribió un diccionario”. El País, febrero de 1981.
María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida. “Sobre todo las que encuentro en los periódicos”, dijo en una entrevista. “Porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad”. Sólo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el defecto mayor de su diccionario, y María Moliner vivió bastante para comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.
“La mujer que escribió un diccionario”. El País, febrero de 1981.
Palabras pronunciadas por el escritor colombiano en Zacatecas, Méxi...
Historias y reflexiones de Gabriel García Márquez en torno a la éti...
©Fundación Gabo 2025 - Todos los derechos reservados.