Autor: Gerson Ortíz
Raysa destensa el cuello con movimientos pendulares lentos. Mantiene sus cuerdas vocales activas con el sonido sordo de una eme cuya vibración le provoca un cosquilleo en los labios. Repasa en su cabeza el coro de la primera canción: «Mi amor, mi buen amor, mi delirio». Canta de labios para adentro alargando las últimas vocales de las palabras, igual que Gloria Estefan, la intérprete de ese tema. Sus dedos se deslizan como equilibristas silenciosos sobre las cuerdas de su guitarra para ensayar los acordes. Un pesado y ruidoso telón metálico se abre ante ella. Toma aire y entra al primer vagón del metro de Barcelona. Se presenta y saluda con una amabilidad foránea y una sonrisa que irrumpe en la cotidianidad catalana. «Hay amores que se esfuman con los años…», entona la artista guatemalteca mientras el tren acelera hacia Plaça de Sants.
Tiempo atrás, Raysa atravesaba un ritual con los mismos artilugios sagrados –sus cuerdas vocales y las de su guitarra vibrando en paralelo, el repaso mental de las letras, el saludo inicial–, aunque su energía interna era otra. Aquella noche se preparaba para salir al escenario del DioBar, en Marquès de l'Argentera, es decir, en el mundo de arriba, donde no interpreta a Julio Jaramillo, Gloria Estefan o a Luis Miguel, sino canta las canciones que ella ha dado a luz y que dan forma a Las flores de Matilde, un ensamble rítmico que, al igual que ella, migra entre las fronteras sonoras del rock, el pop, el blues, el bolero y el soul.
Como los raíles de un tren, inevitablemente paralelos, los escenarios en los que esta cantautora guatemalteca de 36 años desarrolla su carrera musical pertenecen a dos lugares que, aunque cercanos, no se tocan: el mundo de arriba y el mundo de abajo.
Cada vez que entra a uno de estos mundos, Raysa debe despojarse de algo vital: abajo abandona la posibilidad de compartir su música, la expresión más alta de su talento; arriba renuncia al escudo que le brinda interpretar canciones de otros artistas. La indiferencia de su público es muy distinta en ambos mundos. Abajo es como derramar sal sobre una cicatriz, pero arriba los cristales caen sobre una herida abierta.
«El sentimiento es muy distinto, aquí me siento más vulnerable».
En el mundo de arriba, Raysa no puede evitar la sensación de desnudez cuando le muestra al público sus canciones. Se refiere a ellas como organismos vivos a los que está indefectiblemente conectada: «Todo lo que el público haga mientras canto mis canciones me atraviesa el cuerpo de gran manera».
Ese escenario es también el de las dudas. Para Raysa, las palabras que habitan sus canciones transportan una intimidad vital, lo que hace que se pregunte constantemente si algo tan hondo y personal puede ocupar lo colectivo.
En Busco una melodía, canción de Las flores de Matilde, se refiere a esa faena imposible:
«Busco en el fondo de cada mirada la profunda verdad tras el cristal».
Después de todo, quién puede decirle a una artista que deje de perseguir la utopía, esa que, como explicó Eduardo Galeano, se alejará dos pasos cada vez que ella se acerque dos.
El mundo de abajo fluye entre contradicciones: los relojes marchan en cuenta regresiva, algunas personas viajan de espaldas a su destino y en las grandes ventanas de los vagones solo se puede ver la oscuridad que inunda el interior de los túneles. Pasar desapercibido cuando tu oficio es cantar es solo una contradicción más, como tejer una mortaja todo el día para destejarla por la noche.
Otra contradicción constante para Raysa es que hace música porque la conecta de un modo esencial con el mundo, pero en el metro la interpreta sin esperar que su público experimente esa vinculación.
«Hay personas a las que, inexplicablemente, no les gusta la música».
Algunas de estas especies raras le han dicho que se regrese a su país, que busque un trabajo de verdad o que tenga vergüenza. También hay quienes usan otro tipo de rechazo, como el de la indiferencia: dejan los ojos en blanco o se cambian de vagón. En el mundo de abajo se experimentan todas estas sensaciones en menos de lo que dura una canción.
«Antes de subirme al metro tengo que echarme un galón entero de aceite para que todo me resbale».
Si Raysa tuviera tiempo para explicarle algo a las personas en el metro les diría que ha trabajado 20 años para alcanzar su nivel interpretativo, pero apenas tiene tres minutos para saludar, cantar, despedirse y pasar por los asientos para recibir propinas.
«Sé que soy yo quien está irrumpiendo en su cotidianidad, entiendo que se sientan invadidos».
Sobre el pentagrama, cada figura musical representa un tono y un tiempo. Algunos compases se escriben solo con silencios, símbolos de la espera, de la escucha atenta a los demás artistas y del reconocimiento del papel que cada instrumento interpreta en la gran obra de la música. El metro impone sus silencios.
Las multas por conducta incívica de Transports Metropolitans de Barcelona (TMB) pueden alcanzar los 6,000 euros, con esto los músicos podrían comprar una guitarra de la gama más alta, los mejores equipos de amplificación o pagar diez meses de renta. Raysa toca con un ojo en su instrumento y otro en sus alrededores.
Esta tensión ha hecho que los músicos del metro y los supervisores de la TMB tengan una relación de poder. La mayoría de sus encuentros no alcanzan el lenguaje verbal, basta una mirada para decirse lo necesario: «Lo que quieren es que les demuestres respeto. Si ves el uniforme dejas de tocar y ellos se quedan tranquilos».
Hay un chat que Raysa revisa todos los días antes de entrar al mundo de abajo. Es un grupo de WhatsApp donde unos 30 artistas del metro alertan sobre los cierres de las líneas, horas pico o la presencia de policías y supervisores de la TMB.
Sin embargo, cuando no pueden evadir a los supervisores, los músicos saben cómo evitar que los multen: deben hacer silencio.
«Ellos saben que estás ahí, te ven con tu guitarra, con tu bocina y tu micrófono, si quisieran hacerte algo lo harían, hay cámaras en los vagones».
Raysa sabe que si deja de cantar los supervisores pasarán de largo, incluso asentirán con una sonrisa, satisfechos de que reconozca su autoridad a través del mutis.
Gustavo Cerati habla de Buenos Aires como una ciudad en la que solo se puede volar, en la que «el hombre alado extraña la tierra», un sitio añorante, pero que es imposible de habitar.
Ulises Butrón describe otra ciudad que desprecia: «Ciudad de putas derrotas, no quiero volverte a ver, si nadie me toca el alma seguro que hoy moriré».
Las ciudades son personajes. Lugares vibrantes que moldean la convivencia de sus comunidades.
Raysa elige su repertorio según la línea del metro en la que va a tocar. El mundo de abajo le dicta las canciones que debe interpretar, el setlist de la jornada.
Su zona de trabajo abarca las líneas 1, 5 y 3, roja, azul y verde, respectivamente. Las líneas roja y azul convergen. Las canciones de esas líneas son Sabor a mi y La barca, de Luis Miguel; Odiame, de Julio Jaramillo; Mi buen amor, de Gloria Estefan y Corazón partío, de Alejandro Sanz.
La línea verde es más turística, dice Raysa, por eso canta en ella canciones en inglés como Stand by me, de Ben E. King; Careless Whisper, de George Michael y Killing me Softly, de Roberta Flack.
Es jueves, Raysa trabaja de noche en la línea roja. Su punto de partida es la estación Mercat nou, pero olvidó el cable de su micrófono y debe ir a buscarlo, entonces el escenario se mueve hacia Collblanc, línea azul.
La noche empieza con Sabor a mí, un bolero escrito en 1959 por Álvaro Carrillo e interpretado por artistas como Luis Miguel o José José en una película homónima.
«Tanto tiempo disfrutamos de este amor nuestras almas se acercaron, tanto así que yo guardo tu sabor pero tú llevas también sabor a mí».
La reacción de las personas mayores que viajan en el metro es unánime. Un hombre de unos 60 años se acerca a Raysa y se disculpa «por no llevar un duro», a cambio le dice que su voz es hermosa. El encuentro es instantáneo. Raysa zigzaguea entre los pasajeros recogiendo las propinas. «No estuvo mal para ser el primer vagón», dice mientras calcula el peso de las monedas dentro de su bolso.
El escenario se desplaza dos vagones y una estación más adelante. Las puertas se cierran y la música vuelve a empezar en Badal, esta vez con una canción popularizada por Luis Miguel.
«Dicen que la distancia es el olvido pero yo no concibo esa razón».
El metro avanza hacia la estación del caos: La Sagrada Familia.
A veces los excesos juegan en contra, para Rayas es muy difícil cantar y desplazarse entre los vagones para recoger las propinas cuando el metro está tan lleno. Le toca cambiar de línea o hacer un giro en u. Como sea, la música no se detendrá durante las próximas cuatro horas.
En Crónica de una muerte anunciada Gabriel García Márquez cita una antigua creencia latinoamericana: «Muchachas, les decía, no se peinen de noche que se retrasan los navegantes». Los enanitos verdes musicalizaron esa idea tres años más tarde en Lamento boliviano: «Nena no te peines en la cama que los viajantes se van a atrasar».
Los artistas del metro tienen su propio sistema de creencias, una especie de liturgia ferroviaria que les explica cómo funciona el mundo al que descienden cada día y que habitan solo momentáneamente.
«Si tocas en dos vagones consecutivos y no te cae ni una sola moneda, tenés que bajarte».
La explicación es más intuitiva que racional. «Es la forma en la que el tren te dice que no tiene nada para vos», comenta Raysa como quien sabe interpretar el lenguaje de las locomotoras.
El próximo tren pasará en tres minutos. Raysa espera en el andén mientras repasa una de las canciones que no ha tocado esa noche: «Te regalo una rosa, la encontré en el camino…». No recuerda la letra con exactitud. La descarta.
Más adelante nos detiene otro mensaje ferroviario: ha pasado una hora y «no ha caído el billete».
Los músicos creen que cuando un pasajero les da un billete, de cualquier denominación, más personas les darán propinas. «Pasa siempre, si cae el billete en los primeros trenes será una buena noche».
El mundo de abajo también se expresa a través de emisarios: los guardias de la TMB.
«Si me sacan tres veces de un metro me voy a mi casa», dice Raysa. Cree que si el metro insiste en expulsarla, ese día no la quiere ahí. Vuelve a casa y espera que mañana sea un día mejor.
El mundo de abajo es la norma, el de arriba es la excepción.
No solo es difícil que los bares incluyan a nuevos artistas en sus carteles, también es más complicado reunir a toda una banda para preparar el repertorio. Pero no son las únicas adversidades.
En el mundo de arriba siempre están los nervios, el vértigo, la sensación de desnudez; el ignorar las cicatrices para mostrar solo las heridas abiertas. Hay que buscar formas de protegerse. Raysa lo hace a través de un signo del teatro, quizá el menos esperado: el maquillaje.
La historia del teatro le atribuye a Tepsis, primer dramaturgo griego, la introducción de la máscara en los escenarios. Algunas veces ‘la máscara’ no era otra cosa que maquillaje que el artista usaba para resaltar ciertas expresiones en su rostro.
Raysa tampoco distingue entre máscara y maquillaje. Sabe que se aplica mucho, que se dibuja flores, que sus labios tienen tanto lipstick que los siente más gruesos, que sus párpados tienen sombras de colores brillantes y que no se maquilla solo por razones estéticas. Toda esa pintura en su rostro simboliza una fina venda con la que, de algún modo, protege sus heridas, sus voz, sus canciones.
El 22 de enero de 2023, Raysa estrenó El camino a la calma, un concierto en el que interpretó parte de las canciones que formarían parte de Las flores de Matilde. Aquel día añadió una capa más al maquillaje: hizo rodear el escenario con un velo que la separaba, más simbólica que físicamente, del público. Un detalle escenográfico, dirían algunos, una táctica para atravesar el fuego, diría ella.
«Todo es más complicado cuando yo soy el principio y el final», recita Raysa sobre el escenario. «Sanaré todo lo que me de tiempo», le dice a su público, pero en realidad se lo está gritando a ella.
Tepsis fue desterrado de Atenas y obligado a recorrer los caminos con su teatro, lo que hizo que fuera considerado el primer dramaturgo itinerante. Igual que Tepsis, Raysa va de escenario en escenario con sus nervios, su maquillaje y sus canciones, intentando que el show no se detenga.
César es un guitarrista argentino que toca en el metro de Barcelona desde hace cuatro años. Algunas noches a la semana acompaña a Raysa para interpretar las canciones en las líneas roja y azul. La química musical es sólida.
–¿Qué te parece Raysa como artista?
–Es una gran cantante, tiene una voz linda, a la gente le gusta mucho.
César responde mientras toca un arpegio en su guitarra electroacústica. Los movimientos obedecen a una memoria muscular de más de veinte años en la música.
El artista que acompaña a Raysa en el metro está muy interesado en lo colectivo: algunos días a la semana se junta con otros músicos y se visten de mariachi para llevar un poco del sonido mexicano al mundo de abajo. La puesta en escena es un reto, pues deben desplazarse entre los vagones con un guitarrón de un metro de altura y ochenta centímetros de ancho.
César hace una pausa para afinar sutilmente la tercera cuerda de su guitarra. Mientras gira la clavija me dice una frase que advierte premonitoria:
–Raysa ha compuesto canciones muy lindas que no toca en el metro. Un día voy a convencerla para que las toque aquí.
César no lo sabe, pero en ese momento exacto está intentando unir dos mundos.
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