La fascinación del escritor colombiano por el cuento escrito por Georges Simenon.
El 24 de julio de 2000, Gabriel García Márquez publicó en la revista Cambio una carta en la que explicaba su definición personal del cuento y revelaba varios de sus textos preferidos dentro de ese género literario. En la lista que armó entonces se encontraban cuentos de Augusto Monterroso (“El dinosaurio”), Joseph Conrad (“Los duelistas”), William Somerset Maugham (“P & O”), W.W. Jacobs (“La pata de mono”), Ernest Hemingway (“Un canario para regalo”, “Un gato bajo la lluvia” y “La breve vida feliz de Francis Macomber”) y Georges Simenon.
La obra de Simenon que García Márquez destacó fue “El hombre en la calle”. En su carta, afirmó que ese relato y el de W.W. Jacobs eran “buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos” que podrían considerarse como “dos joyas del género”.
No era la primera vez que elogiaba a Simenon. En 1993 prologó una antología del narrador belga que tenía a “El hombre en la calle” como gran protagonista. La edición estuvo a cargo de Tusquets Editores. Beatriz de Moura, la fundadora y directora de la editorial, fue quien le pidió a García Márquez el favor de redactar el prólogo.
El prólogo se tituló “El mismo cuento distinto”. Allí Gabo relató el profundo respeto que le inspiraban las historias de Simenon, especialmente su cuento “El hombre en la calle”, cuya misteriosa trama lo acompañó y confundió por casi medio siglo. “Uno de los cuentos que más me impresionaron en mi breve juventud fue para mí un enigma sin solución hasta hace seis meses”, escribió. “No sabía cuál era el título, ni quién lo había escrito, ni en qué idioma, ni en qué antología lo había leído. Necesité cuarenta y cuatro años de averiguaciones para saberlo todo. Pero ése no fue el final: ahora que he podido leerlo de nuevo me ha parecido tan impresionante como lo recordaba, en efecto, pero por motivos distintos”.
Lo había leído por primera vez en un hotel de Valledupar a principios de la década de los cincuenta, cuando trabajaba como vendedor de enciclopedias por todo el Caribe colombiano. El libro en donde estaba el cuento se lo había prestado alguno de sus amigos del Grupo de Barranquilla. García Márquez lo leyó en su habitación de hotel y quedó enganchado desde la primera página.
Como entonces no tenía mucho dinero y tampoco había ganado una suma digna en su nuevo trabajo, entregó ése y los demás libros como pago por el hospedaje. Sólo cuando partió de la ciudad cayó en la cuenta de que había olvidado el título del cuento de Simenon. La trama, sin embargo, seguía intacta en su cabeza.
“El argumento, como lo recordé siempre, era el de un sospechoso que dos detectives seguían sin piedad por las calles de París durante días y noches, con la esperanza de que tarde o temprano se viera forzado a volver a su casa, donde estaban las únicas pruebas para acusarlo. Como me ha ocurrido siempre con los cuentos policiales y con la vida misma, no se me quedó metido en el alma el encarnizamiento de los perseguidores sino la angustia del perseguido”, contó en el prólogo.
Desde ese instante y durante casi cincuenta años, buscó el cuento para leerlo nuevamente. Aquella no fue una tarea fácil porque Georges Simenon fue uno de los escritores más prolíficos del siglo XX (publicó poco menos de doscientas novelas) y buscar un cuento suyo en su inmensa obra era como buscar una aguja en un pajar.
En 1956, mientras se refugiaba en un café cercano al puente de Saint-Michel en París, vio a un hombre que lo miraba fijamente y que lo continuó haciendo durante varios minutos. “En ese instante, más que en la tarde que leí el cuento, volví a vivir el pavor del perseguido”, diría después. “Me hice el propósito de encontrarlo para releerlo con más atención”.
Pero no lo encontró. En las décadas siguientes, a medida que aumentaba su fama y prestigio, consultó con sus amigos escritores para que lo ayudaran en su búsqueda. Álvaro Cepeda Samudio, aburrido de sus pesquisas, le recomendó rehacer el cuento. “Escríbalo usted, porque es un cuento del carajo que necesita existir”, le dijo el autor de La casa grande.
En la década de los setenta, en un café de Ginebra, García Márquez vio a Georges Simenon sentado a unas mesas de distancia. El escritor belga, que entonces rondaba los setenta años, fumaba una pipa mientras leía el periódico. Gabo no aprovechó la oportunidad para hablarle. “Pensé un largo rato que no había estado nunca tan cerca de la solución a mi enigma, pero no fui capaz de acercármele, aun sabiendo que teníamos varios amigos comunes”, se lamentó en su prólogo.
Fue el argentino Julio Cortázar quien reconoció la trama del cuento y dio con el título. Ambos escritores estaban en Managua a principios de los ochenta, esperando a que pasara una tempestad.
— Ese cuento se llama “L’homme dans la rue”, y forma parte de una colección titulada Maigret et les petits cochons san quene —le reveló.
No obstante, García Márquez cometió el error de no pedir más detalles —Cortázar moriría poco después— y comprar una edición pirata y en español de la colección de Simenon. En el libro que adquirió habían impreso seis cuentos del autor belga y ninguno se titulaba “El hombre en la calle”. La edición original en francés incluía tres cuentos más entre los cuales estaba el que tanto buscaba Gabo.
En 1993, cuando Beatriz de Moura le pidió una nota de presentación a edición en español de la obra de Simenon, García Márquez puso la condición de que la escribiría sólo si ella encontraba el esquivo cuento. Eso ocurrió después de una cena, a las once de la noche. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, el escritor colombiano recibió una copia de la colección Maigret et les petits cochons san quene (la que le había sugerido Cortázar) y pudo leer “El hombre de la calle”.
“Ahí tenía, por fin, el cuento perdido”, escribió. “Sin embargo, el enigma de tantos años llevaba dentro otro enigma mayor, pues el relato era el mismo, en efecto, pero no era igual a como lo recordaba. Primero porque no estaba contado desde el punto de vista del perseguido, como yo creía, sino desde el punto de vista de Maigret, el perseguidor, y eso alteraba el orden de la compasión. Segundo, porque la intriga policial no estaba resuelta con la simplicidad con la que la recordaba, sino como las grandes páginas de la literatura: con un sacrificio de amor. Una evidencia más de cómo puede la vida cambiar la esencia de un cuento, y cambiarnos a nosotros el modo de amar, sólo para delatar y corregir las frivolidades compasivas de la memoria. Aunque sólo hubiera sido por eso, valía la pena haber perdido un cuento por casi medio siglo”.
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