Entrevista con Xavi Ayén, el periodista cultural que ha entrevistado al mayor número de ganadores del Premio Nobel de Literatura.
A sus cincuenta y seis años, el escritor catalán Xavi Ayén posee un curioso récord mundial: es la persona que ha entrevistado a más autores galardonados con el Premio Nobel de Literatura. En un siglo en el que Usain Bolt corrió cien metros planos en 9.58 segundos y Armand Duplantis saltó 6.30 metros con la garrocha, él celebra esta hazaña del periodismo cultural. La empezó en el 2005, con un diálogo junto a Kenzaburō Ōe en Tokio, y no hay ningún indicio de que vaya a detenerse todavía.
Durante estos veinte años ha conversado con treinta nobeles. Es una labor que le ha permitido vivir todo tipo de experiencias insólitas: desde trotar con Mario Vargas Llosa en el barrio limeño de Miraflores hasta tomar el té en la cocina de Svetlana Alexiévich en Minsk. Hablar con poetas, novelistas, cuentistas y dramaturgos es algo que se le da bien. Escribir sobre ellos también. En 2013, su libro Aquellos años del boom, que reflexiona sobre el paso de los mejores escritores latinoamericanos por Barcelona, recibió el Premio Gaziel de Biografías y Memorias. Hace pocas semanas, otro libro suyo salió de la imprenta: Planeta Nobel, una compilación de todas sus entrevistas con los narradores laureados por la Academia Sueca. Ahora la casa editorial Libros de Vanguardia tiene un gran reto: actualizar el índice del libro cada octubre, cuando Xavi Ayén se entere del nuevo nobel y salga a buscarlo con la grabadora en el bolsillo.
Para Ayén, el Premio Nobel es casi una obsesión. Todos los años, en enero, viaja a Estocolmo con el objetivo de leer las actas secretas del jurado de la Academia que se desclasifican después de medio siglo. “Así descubro los intríngulis al interior del comité del Nobel”, me dice, desde Oslo, en una videollamada. La Vanguardia, el diario para el que trabaja, lo ha enviado a Noruega para cubrir el anuncio del Premio Nobel de la Paz, un reconocimiento que este año ha sido objeto de numerosos debates por la posibilidad de que Donald Trump lo reciba. Por suerte, el anuncio del Nobel de Literatura es un día antes y se siente como un respiro frente a las peloteras políticas.
En el 2005, hace exactamente veinte años. Kim Manresa, mi compañero fotógrafo y un trotamundos insaciable, quería montar una exposición sobre las escuelas que había fotografiado en los países que había visitado durante sus viajes. Para este trabajo, además de sus fotos, deseaba frases manuscritas de grandes escritores referentes al valor de la educación. Así que me pidió que le solicitara una frase a José Saramago y otra a Kenzaburō Ōe. Recuerdo que le dije: “Kim, no voy a molestar a un nobel solo para que te haga una frase. Les voy a pedir primero una entrevista y al final, si les hemos caído simpáticos, les voy a pedir la frase”. Todo empezó así, de una forma tan ligera y casual. Les pedíamos a los escritores que nos recibieran en sus casas, muchos de ellos nos hicieron un tour por la ciudad o el lugar donde vivían. Wole Soyinka, por ejemplo, nos quiso enseñar su país, de manera que recorrimos todo Nigeria a su lado. Tras varias de estas entrevistas, nos dimos cuenta de que podíamos hacer algo más y desde entonces no hemos parado. Ya van treinta entrevistas en dos décadas: un promedio de 1,5 nobel por año.
Sí. Nadie más ha hecho esto. Ni un sueco ni un estadounidense. Soy como el mejor cazador o coleccionista de nobeles de literatura.
Entre ellos son totalmente distintos. Sin embargo, frente a los demás, tienen en común que lo han sacrificado todo por su vocación literaria. En algunos casos, esos sacrificios han sido personales, familiares y en el ámbito de las relaciones afectivas. En otros casos, han sufrido todo tipo de represiones o han atravesado serios apuros económicos. A pesar de la historia diferente que ha vivido cada uno de ellos, todos pusieron su vocación literaria por encima de todo lo demás y dedicaron su vida a escribir con una disciplina y una perseverancia impresionante.
La de García Márquez, sin duda. Él ni siquiera me la dio, sino que yo se la tuve que “arrancar”. Aquello fue una aventura. Carmen Balcells, su agente literaria que vivía Barcelona, me dijo: “mira, la única manera de que Gabo te abra la puerta es que les lleves mis regalos de navidad. Entonces ya te habrás metido en su casa. Yo hablaré con Mercedes Barcha, la meteré en la conspiración y juntas intentaremos que te dé la entrevista”. De modo que viajé a Ciudad de México sin tener ninguna cita y me alojé durante una semana en un hotel sin saber qué día iba a ser el encuentro. Llevaba conmigo los regalos enviados por Balcells, todos metidos dentro de una maleta que en la báscula de la aduana pesó 45 kilos. Me sentía como en una película de espías. En el hotel donde me hospedé también estaba alojado Gonzalo, uno de los hijos de Gabo; a veces me lo encontraba en el pasillo y le preguntaba si sabía algo de mi cita con su padre y él me respondía con evasivas en un ambiente en el que la tensión iba cada vez más en aumento. Después de un tiempo, me llamó la secretaria de García Márquez y me dijo que fuera a la casa del escritor lo antes posible. Alcé la maleta con los regalos, tomé el primer taxi que encontré y me fui con Kim Manresa para la Calle Fuego en El Pedregal. Mercedes Barcha nos hizo esperar en el salón mientras convencía a Gabo de hablar conmigo. Me puse muy nervioso al considerar la posibilidad de que todo el viaje y la espera fueran en vano. Una hora más tarde, Mercedes nos invitó a pasar. Me contó que para lograr que su marido accediera a conversar conmigo le dijo que, si no me daba la entrevista, me iban a despedir del periódico para el que trabajaba. Ya en el estudio, lo primero que comentó Gabo cuando nos vio fue: “¿cuánto le han pagado a mi mujer para que los reciba? ¿no saben que no doy entrevistas?”.
Desde luego. Fue una de las mejores entrevistas, la que más tuvo repercusión en todo el mundo, no solo por la grandeza de la figura de García Márquez, sino también porque allí declaró que él había dejado de escribir y que ya no iba a hacerlo más. Esa frase fue reproducida por más de trescientos medios de comunicación en todo el planeta, entre diarios, programas de televisión y páginas web.
No lo hice. Yo saqué ingenuamente mi grabadora y él me indicó que eso estaba prohibido, citando lecciones de su fundación de periodismo. “¿Usted no sabe que en la Fundación Gabo enseñamos que no hay que grabar porque el estilo queda mejor tomando notas?”, me dijo. Insistió en que la oralidad era muy defectuosa y que las frases que se reconstruyen en la escritura, sin ser esclavos de la oralidad, quedan mucho mejor. Yo no lo contrarié. Guardé la grabadora y me quedé con las ganas de tener una prueba auditiva de ese encuentro. Me quedan fotos y testigos, claro. De las treinta entrevistas que he hecho a ganadores del Premio Nobel de Literatura, esa es la única en la que no hubo una grabación. Tuve que ser fiel a su estilo, ese en el que los textos periodísticos mejoran si se producen de memoria o a partir de las notas.
En el caso concreto de la entrevista con Gabo, aunque sea por fetichismo, a mí me hubiera gustado tener aquel recuerdo sonoro. Hasta le habría prometido que me limitaría a usar las notas, con tal de tener guardado en mi casa el audio de nuestra conversación. Ahora, creo que él tenía razón. La entrevista que parte de la memoria y de las notas tiene una construcción más rica y más cercana a la literatura que la que parte de una transcripción que suele hacer la inteligencia artificial. Esto aplica para el periodismo cultural. En el caso del periodismo político, los periodistas sí están obligados a grabar para que luego no los desmientan.
El propio Gabo no quería. Si usamos el símil de los enamorados, no sé en qué posición quedaría yo: el periodista que insistió mucho y forzó a hablar a su entrevistado [risas]. Me parece que, al final, él se lo pasó bien. La prueba de ello es que después la entrevista, cuando ya estaba de vuelta en mi hotel, me llamó por teléfono y me dijo: “oiga, se me ha ocurrido una respuesta más bonita a aquella pregunta que me ha hecho usted”. Yo le pregunté: “¿es más bonita y es verdad?”. Y él me contestó: “eso es lo de menos. Ponga esto” y me dictó su nueva respuesta. Si él hubiera quedado descontento, no creo que hubiese llamado. Volvimos a estar en contacto cuando terminé de escribir la entrevista y se la envié para que me diera el visto bueno. Sentí miedo. Tener a Gabo de editor pondría nervioso a cualquiera. Mucha gente había tenido la suerte de estar acostumbrado a ello en los talleres de la Fundación Gabo, pero no era mi caso. Recuerdo que estaba aterrorizado cuando le envié el texto por fax a Los Ángeles. Su respuesta tardó unos días. Recibí el mismo texto que yo le había enviado con una nota escrita a mano que decía “OK”. No le cambió nada. Hoy atesoro ese fax en el museo de mis grandes hazañas periodísticas.
Te respondo con una imagen futbolística: con el reconocimiento de García Márquez, la literatura latinoamericana ganó la Champions League. Antes de García Márquez, la literatura latinoamericana no estaba en el top mundial. Era conocida, pero no ocupaba un lugar especial en la academia, ni en los medios de comunicación internacionales. Tampoco se leía masivamente. A partir de Cien años de soledad, en 1967, empieza a adquirir un peso importante en el mundo, en un proceso que se desarrolla durante la década de los setenta y se consolida en los ochenta. De alguna manera, la literatura de Gabo y, por extensión, la de los otros autores del “boom”, devolvieron la autoestima de América Latina. Los latinoamericanos ya podían decir que, en un continente en donde las cifras económicas no eran las mejores y había sistemas políticos autoritarios, sus escritores estaban liderando la literatura universal con obras que, en español, eran muy superiores a las obras producidas en la España franquista.
En España suena mucho Enrique Vila-Matas. De América Latina, el nombre de la mexicana Cristina Rivera Garza está muy alto. También el del poeta chileno Raúl Zurita. Esos son los candidatos de los que más se está hablando. Hay que decir que el jurado del Premio Nobel, algunos de cuyos miembros conozco, es de los más incorruptibles del mundo. Hasta el último momento no puede saberse a ciencia cierta a quién escogerán. Uno puede tener indicios si está metido en los ámbitos cercanos de la Academia Sueca, especialmente si se averiguan los informes que se han pedido o se espían los libros que están leyendo los jurados en el bar que está contiguo a la Academia, pero eso no asegura nada. Ha habido años en que el Nobel lo ha ganado el candidato favorito y otros en que el ganador ha sido una auténtica sorpresa. Es muy difícil hacer apuestas. De todas formas, las personas las hacen y dejan su dinero en las casas de apuestas de Londres y de Estocolmo. Es un hábito que no recomiendo.
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