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Vilapicina

 

Autor: Pep Gorgori

Redacción Centro Gabo

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Aunque estamos a finales de noviembre, mis ojos perciben el olor de este jazmín en el Pasaje de las Nieves como si estuviera en plena floración. No esperaba encontrarlo ahí cuando he tomado el camino que más transité en la infancia: los diez minutos que unen la calle de Santa Matilde, donde vivían mis abuelos maternos en Barcelona, con la de Espiell, donde estaba el piso pequeño y luminoso de mis padres. Estaba y, de hecho, está. Acabo de heredarlo al morir mi madre, años después de huir de ella, del piso y del barrio. Vilapicina. 

Durante muchos años, esos diez minutos concentraban todo mi mundo, y a medio camino estaba este jazmín. En verano, nos aturdía con su olor agradable pero excesivo, que ahora percibo como una presencia casi palpable. Mi abuela, nacida en Ceuta, solía detenerse ahí para volver a explicar una y otra vez cómo le recordaban esas flores a su Andalucía. Es un milagro que no hayan edificado un bloque de pisos en lugar de la casita con jardín que ahora protege mis recuerdos.

Las calles siguen, más o menos, en el mismo sitio. Hay alguna casa menos y algún bloque de pisos más, pero el barrio ya no es el mismo. Ha cambiado la gente. He cambiado yo. «Tu madre no tenía ningún problema con los sudamericanos, ¡qué va!», me dice una vecina a la que hacía décadas que no veía, convencida de que sabe mejor que yo lo que pensaba mi madre de los sudacas. Porque los llamaba así, forzando un acento supuestamente argentino cuando pronunciaba la palabra. Le caían fatal, sin razón aparente. Y eso que entonces había muchos menos que ahora. Sucede a menudo con los descendientes de inmigrantes: experimentan rechazo ante la posibilidad de que les quiten el lugar que creen ocupar por pleno derecho tras décadas de trabajo de sus padres. 

«Tu abuelo asfaltó la Nacional-II, respirando el alquitrán caliente», me recordaba ella a menudo, como si la existencia de la carretera que une Barcelona y Madrid hubiese sido imposible si Juan no hubiera venido expresamente a hacerla. También recordaba que la abuela, Dolores, se ganó la vida fregando suelos, «porque claro, las catalanas no querían hacer esos trabajos».

En los años 60, los terrenos agrícolas fueron terreno fértil para especuladores y constructores que hicieron negocio levantando viviendas para las personas de toda España que llegaron a Barcelona en busca de una vida mejor. Mis abuelos estaban entre ellos, y malvivieron hasta que lograron juntar algún dinero con el que comprar el piso de Santa Matilde. Los migrantes de nacionalidad española se establecieron ahí, se reprodujeron y fueron muriendo. En las crónicas de los años 80, Vilapicina no ocupa ni medio párrafo. Como no hubo ningún drama, ninguna lucha vecinal notable ni fue epicentro de reuniones políticas, parece que ahí no pasara nada. En su libro sobre historia de los barrios de Barcelona, Huertas y Fabre despachan rápido las explicaciones, listando los pocos equipamientos públicos que había en el barrio, el mal estado de las masias antiguas y anotando que la mayoría de calles apenas acababan de ser asfaltadas a principios de los ochenta. Ni siquiera Jorge Carrión menciona el Pasaje de las Nieves en su libro sobre los pasajes de Barcelona. Y con razón: es algo anodino, salvo por el recuerdo del olor del jazmín. 

Vilapicina se fundó, dicen los historiadores, hace mil años. Su nombre, según parece, es el reflejo de los tiempos remotos en que la villa —villorrio, más bien— vivía de la fabricación de pez, esa sustancia pegajosa derivada de la resina de pino y que, mezclada con estopa, servía para calafatear embarcaciones de madera. En latín, la pez se llama pix, picis: de ahí, Vila-picina. Aunque apartado del mar, el barrio que yo resumía en diez minutos permitía a marineros de todo el mundo mantenerse a flote en sus barcos.

Barcos como los de los exploradores que fueron a la India por especias y volvieron cargados de patatas, tomates y cacao a América. O los de Manuel d’Amat i de Junyent, virrey del Perú, un reputado militar al que le encargaron asegurarse del buen funcionamiento -léase expolio- de las minas de oro y plata de Potosí a principios del siglo XVIII. La plaza más grande de Vilapicina lleva su nombre desde mayo de 1941. 

Un sobrino del virrey, Rafael d’Amat, barón de Maldà, escribió extensas crónicas sobre la vida social en Barcelona. Gracias a él, sabemos que la plaza del Virrey Amat ocupa parte de los terrenos de Can Sitjar, mansión rústica pero ricamente decorada con frescos en las paredes y muebles ostentosos. Ahí se reunían en verano miembros de la nobleza catalana, la jet-set de la época, para celebrar fiestas memorables. Can Sitjar sucumbió al progreso y ahora es un rascacielos de viviendas edificado por La Caixa. El banco se reservó el primer piso para crear una pequeña biblioteca que cerró hace tiempo y los bajos para ubicar una ostentosa oficina que, esa sí, aún perdura.

Hoy, Vilapicina vibra al son de hondureños y colombianos que celebran sus fiestas en la plaza del Virrey, seguramente sin saber quién era ese señor. Son las nacionalidades que más abundan, junto con los pakistaníes, después de la española. El barrio vuelve a acoger a personas llegadas de lugares remotos. A principios del siglo XXI, la población extranjera de Nou Barris, el distrito al que pertenece este barrio, se multiplicó por cinco y ahora supone un 25% de los ciudadanos. 

Los productos traídos de allende los mares en barcos recubiertos de pez se vendían en tiendas que llamaban, genéricamente, ultramarinos. En los años 80, eran pequeños colmados donde vendían de todo a cualquier hora del día. Hoy han tomado su relevo los supermercados con el rótulo «Productos latinos» que pueblan las calles del barrio. Vuelven a estar repletos, como antaño, de productos de ultramar.

Aprovecho la caminata para entrar en una de esas tiendas y comprar guascas y papas criollas. Quiero hacer un ajiaco como el que probé días atrás en casa de mi amiga Laura, colombianísima ella. La dependienta me mira raro. No debe de ser habitual que un español entre a comprar esas cosas. Charlamos. Se llama Sofía, y la chiquilla que nos interrumpe a cada momento es Génesis, su hija, que pasa las tardes en la tienda. 

Me hacen pensar en mis abuelos, que llegaron a Barcelona desde pequeñísimas casas del Pirineo de Lérida y de Ceuta, sin luz ni agua corriente. Se encontraron una ciudad, la Barcelona de justo antes de Gabriel García Márquez, que les daba trabajo, pero no demasiado cariño. Vinieron, como Sofía, buscando una vida mejor para sus Génesis: mi madre, mi padre, mis tíos. Hoy yo también soy forastero: hace dos décadas que no paseaba por aquí, y más de un lustro que perdí el contacto con mi madre. 

La inmobiliaria en la que he puesto el piso en alquiler ocupa el local donde estaba la papelería del barrio, la Jokey, donde compré mis primeros ejemplares de Relato y de un náufrago Crónica de una muerte anunciada, que aún conservo en mis estanterías. Piso de setenta metros cuadrados, mucha luz, tres habitaciones, baño reformado, para entrar a vivir. Suelo de parket, pequeña terraza a la calle, galería que da a patio interior soleado, con vistas al Carmelo. Ideal familias. Zona tranquila, sobre todo desde que yo me marché con mi piano y dejé de machacar a los vecinos con mis escalas, mis Bach y mis Brahms. Para entrar a vivir. Precio del alquiler, razonable: es el que fija el ayuntamiento, porque eché al agente de otra inmobiliaria que me sugirió hacer una triquiñuela que me habría permitido cobrar el doble o más.

Génesis saca de debajo del mostrador un cuento en catalán. Le pregunto a Sofía si ella lo está aprendiendo también. «El parlo una mica, però no molt, porque la mayoría de clientes son de América y los que sois de aquí cambiáis enseguida de idioma», me reprende con discreción. Le cuento que mi madre aprendió catalán cuando despachaba en una panadería del Eixample, y que llegó a cambiarse en el DNI su nombre original, Dolores, por Dolors. Todo el mundo le hablaba en catalán. Eran otros tiempos.

La escuela donde estudié hasta los trece años es ahora un bloque de pisos. También lo es la plaza que había en la esquina, que nunca llegó a tener nombre. En realidad, era un solar que los vecinos habían arreglado con algunos ladrillos y cuatro árboles canijos. El Ayuntamiento nunca llegó a reconocer su existencia. Ahora aquella plaza es otro fantasma, como el olor del jazmín del pasaje de las Nieves. 

Hoy, los muchachos del barrio juegan justo al lado, en el espacio duro, desnudo, que el ayuntamiento, ahora sí, ha abierto donde había una fábrica abandonada, entre la calle de Petrarca y la de Pitágoras. Es ahí donde la vecina me ha abordado, ávida de que le dé conversación y le cuente qué ha sido de mí en las últimas dos décadas. La charla deriva pronto en cómo ha cambiado la gente del barrio. Sigo sin tener claro cómo vivió mi madre esa evolución, aunque el comentario de la vecina da alguna pista. «Tu madre no tenía ningún problema con los sudamericanos, ¡qué va! Si las chicas que venían a limpiarle la casa siempre eran sudamericanas, fíjate».

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