Autor: Cush Rodríguez Moz
—En seis años pude comprarme un departamento sin hablar una palabra de catalán.
Lucas organiza los tornillos de una cama que pidió por internet en dos cuencos. Son más de 200; unas, según el manual, son más largas que otras, pero la diferencia es casi imperceptible.
De una marca imitadora de Ikea, la cama es una miscelánea de tablas anchas y angostas, cada una con agujeros diferentes, hechas de aserrín aglomerada y enchapadas con un revestimiento externo que imita una madera sólida. Dispersadas en el piso de la habitación, parecen una consigna de un examen de geometría.
—Compré ésta porque necesitaba una cama. Igual después voy a reemplazar esas tablas con madera de verdad. Quizás una madera más clarita, así va bien con las mesitas de luz.
Entre las paredes blancas y muebles negros del departamento, la única pizca de color son las cerámicas del piso, hechas también para imitar la madera, de un pardo claro que tiende a amarilla. Lucas las detesta: debate si conviene pintarlas, taparlas con otro material, o arrancarlas directamente. La cocina y el baño ya están terminados y lucen una frescura de fábrica combinada con un envejecimiento acelerado: puertas de alacenas nuevas hechas en negro mate pulcro y liso cuelgan de bisagras que muestran sus primeras manchas de óxido; luces led ingeniosamente escondidas en los bordes del espejo del baño iluminan una encimera ya hinchada y burbujeada por la humedad. El desgaste avanza más rápido que el ritmo de las refacciones.
Lucas dejó su Buenos Aires natal por Barcelona cortejado por una empresa catalana que le ofrecía un salario europeo. Se fue cambiando de empleador: después de la empresa catalana, una norteamericana, y luego una inglesa sin irse de Barcelona. Sin irse, de hecho, de su casa: su oficio, el de programador informático, le exige tener poco más mobiliario que una computadora conectada al internet.
Se acerca el manual de la cama a su rostro, como si estuviera luchando con una miopía, para descifrar sus dibujos pequeños y complejos. Empezamos a enroscar los tornillos con dos destornilladores —uno para cada uno— en las maderas laterales de la cama. Pero avanzamos lento y después de unos cinco o seis tenemos las muñecas cansadas.
Tiene un taladro eléctrico, dice Lucas, pero no tiene broca. Entonces con unas pinzas extirpamos la varilla del mango de uno de los destornilladores y la insertamos en el punto del taladro para que nos sirva de punta. Ahí comenzamos a avanzar rápido: mientras uno hunde los tornillos en la madera falsa al ritmo del motor eléctrico del taladro, el otro prepara las piezas siguientes según las ilustraciones crípticas del manual. Hasta que escuchamos unos golpes del otro lado de la pared.
Miro el reloj; es casi la una de la mañana.
—¿Cortamos? —le pregunto.
—Y sí.
—¿Qué onda los vecinos?
—El de abajo es un merquero re fisura. Pero éste de al lado es buena onda. Cortamos. Mañana termino. Hoy duermo en el living.
***
La noche del 5 de agosto de 1835 una patota de trabajadores entró a la fábrica barcelonesa Bonaplata, el primer telar alimentado por la fuerza del vapor en toda España, y le prendieron fuego. Cataluña se consolidaba como el único nodo industrial en toda la península ibérica, en ese momento sumamente agraria. Tres años antes la primera «selfactina», una máquina de hilar automatizada, había llegado a la ciudad desde Inglaterra. Los revoltosos —artesanos y jornaleros angustiados por la obsolescencia que la automatización industrial les estaba imponiendo tan rápidamente— apuntaban a destruir las hilanderas que los reemplazaban; como los luditas ingleses dos décadas antes, pensaban que, si destruían estos nuevos aparatos podrían si no evitar su expulsión del emergente capitalismo industrial, al menos postergarla.
Sus logros duraron poco. Si bien la fábrica Bonaplata nunca fue reconstruida, cuando las brasas se enfriaron, cuatro trabajadores fueron fusilados por su participación en el motín, y muchos otros encarcelados. Mientras tanto el industrialismo catalán siguió avanzando sin freno: para 1861, Cataluña tendría casi 10.000 telares que competirían con las industriales textiles de Inglaterra, Francia y Estados Unidos. También tendría el primer ferrocarril en toda España, entre Barcelona a Mataró, que luego se expandiría a Zaragoza, Girona y Valencia.
El motín entonces fue uno de muchos casos en los cuales un modelo económico emergente que domina la ciudad incita la ira de sus habitantes, quienes se levantan sino para combatirlo al menos para manifestar su rechazo.
Un caso mucho más reciente ocurrió en junio de 2024; Barcelona se volvió escenario de noticias internacionales cuando manifestantes protestaron en contra del turismo masivo y descargaron pistolas de agua sobre turistas en el centro de la ciudad. Al mantra de «tourists go home», lanzaron pequeños chorros de agua contra comensales sentados en las terrazas de los restaurantes, quienes en muchos casos se escaparon corriendo con vasitos de helado en mano o abandonando paelleras sin terminar. Las fugas de turistas que quedaron filmadas luego se viralizaron, fortaleciendo ante el mundo la reputación de Barcelona como lugar hostil al visitante ocioso.
Los 1,7 millones de habitantes de la ciudad conviven, en un año dado, con entre 15 y 16 millones de extranjeros; nueve turistas para cada lugareño. Los efectos de estas oleadas son muchos: verdulerías se convierten en quioscos de postales, chucherías y camisetas de fútbol falsas; tabernas tradicionales se reconvierten en restaurantes caricaturescos de paella y sangría; las calles del barrio gótico se vuelen incaminables. El punto más controvertido es la vivienda; apartamentos que antes se alquilaban a largo plazo pasan a ser hospedaje temporal, y los precios de todas las viviendas por la ciudad aumentan hasta volverse casi inaccesibles para locales. A la hora de aceptar un inquilino, billetera guiri mata catalana.
Así, Barcelona se ha vuelto el ejemplo modelo de los efectos nocivos del turismo urbano masivo y la división tajante entre local y turista ha estado en el centro de las narrativas y discusiones sobre la ciudad en lo que va del siglo XXI.
Por no todos se encajan tan nítidamente entre en las categorías absolutas de local o turista: una cuarta parte de la población registrada es extranjera: italianos, argentinos, colombianos, pakistaníes, chinos, peruanos. Entre tantos inmigrantes hay quienes que también lo son pero que se suelen llamar de otra manera: antes «expats» pero ahora más comúnmente «nómades digitales»; como Lucas, son una cohorte de profesionales dedicados a trabajos remotos —programadores, diseñadores, ingenieros informáticos, periodistas digitales —quienes, pudiendo en teoría trabajar desde cualquier lugar del mundo, han elegido la capital catalana.
Lejos de limitarse a la transitoriedad caprichosa de la visita turística, estos nómades digitales fijan rutinas, entablan amistades y se integran a vecindarios. Pero su inmersión al tejido social no es plena. Trabajando desde departamentos y cafés, el destino de sus grandes esfuerzos y empeños y —también la fuente de su sustento— está en otro lugar: el ciberespacio. Viven rodeados de una sociedad urbana que no terminan de entender —cuya lengua autóctona siempre les resultará, en algún punto, indescifrable— pero que a su vez no evitan impactar y moldear.
La acuñación del término «nómade digital» se atribuye al ingeniero japonés Tsugio Makimoto y el periodista británico David Manners, quienes publicaron un libro de ese título en 1997. Una suerte de manifiesto que elogiaba los cambios sociales que traería un tendido global de redes informáticas, el libro preveía una disolución de los vínculos geográficos y el surgimiento de una clase de profesionales quienes llevarían la vida nómada, posibilitados por las nuevas tecnologías «para vivir donde quieran y viajar tanto como quieran».
Poco de su predicción parece haber sido errado. Tres décadas después, hay más de 40 millones de nómades digitales por el mundo y más de 50 países ofrecen visas especiales para cortejarlos. De esos, un 60% se dedican al desarrollo de software o páginas web. Es decir, la mayoría de los nómades digitales se ganan la vida atendiendo y reproduciendo la infraestructura informática que posibilita su nomadismo.
En España los nómades digitales recibieron su formalización legal en 2022. En el país donde el CD-ROM es un cederrón, el whisky es güisqui y el básquet es el baloncesto, no hubo miedo de los anglicismos al momento de canonizar los startups, los scale ups y los business angels en la Ley de Fomento del Ecosistema de Empresas Emergentes en 2022. Esta ley, entre otras cosas, establece una visa de residencia especial para extranjeros que están en el país pero cuyos empleadores no.
Todo pretendiente debería acreditar ingresos mensuales por encima de los 2.646 euros, cifra más del doble del ingreso mínimo vital. En los primeros dos años posteriores a la promulgación de la ley, más de 750.000 nómades digitales se registraron en el país mediante la «visa de nómade digital». Es una forma de fomentar cierto tipo de inmigración, de privilegiar a cierto tipo de inmigrante: educado, cosmopolita, que trabaja siempre con las manos limpias.
También es una forma de sostener una sociedad en que una cama y una computadora ya son suficientes para construir un sentido de pertenencia; un mundo cada vez más digitalizado que no te pide —ni te da— mucho más que eso.
***
—Saskia, viste la llave Allen?
—¿Qué cosa? —contesta Saskia desde el living del departamento.
—La llave Allen. Allen wrench.
Es otro día y con Lucas estamos armando otra cama, esta vez la de su novia, quien está de viaje en su Inglaterra natal. Su compañera de piso, Saskia, nos trae latas de Mahou mientras sorteamos tornillos se una bolsita Ziploc.
Una hora antes fuimos a buscar la cama que Lucas le había comprado usada a un napolitano por Wallapop.
Supuestamente era la misma cama que su novia le había comprado a otro vendedor, pero que había venido incompleta: tornillos faltantes, una pata doblada y un soporte de menos. Previamente ella dormía —y Lucas también cuando ella lo invitaba a pasar la noche— en un colchón sobre pallets de madera. Pero con el tiempo el colchón se fue deformando, impregnándose a la vez del hedor callejero que los pallets suelen traer. Con su novia de viaje, Lucas quiere sorprenderla a su regreso con una cama completa, completamente armada.
El napolitano, quien vivía en un departamento del cuarto piso de un edificio por el centro, nos entregó dos soportes laterales, una cabecera, un pie, un soporte central y la bolsita Ziploc con tuercas y tornillos.
Mientras Lucas bajó por la escalera con la cabecera y el pie en mano, yo logré insertarme en el pequeño ascensor con los soportes; al sacarlos terminé reventando la bombilla de luz en el techo del ascensor.
Lucas vaciló un poco entre ir en metro o buscar un taxi. Las piezas eran demasiado pesadas e incómodas para arrastrarlas por el metro y optamos por la segunda opción. Apoyamos los componentes de cama sobre la fachada del edificio del napolitano y empezamos a buscar taxis en el flujo de tránsito que venía por la avenida. De repente un muchacho se acercó a los soportes y empezó a estudiarlos.
—Hola ¿Estos son de vosotros?
—Sí.
—Ah, perdón, pensé que era chatarra.
Logramos parar a un taxista generoso quien nos ayudó a acomodar las piezas de la cama en la parte trasera de su auto y fuimos para el departamento de la novia de Lucas.
A metros de la Plaza de Urquinaona, la entrada del edificio está revestida con mármol verde y rojo, su techo cubierto por tapizados elegantes, una reliquia histórica de los gustos estéticos de la burguesa barcelonesa decimonónica. Al subir todas las piezas de la cama —los tres soportes, la cabecera, el pie— a la habitación de la novia de Lucas descubrimos que el napolitano no nos había dado todos los tornillos.
—¿Es ésta? —Saskia le contesta a Lucas en un castellano embarazado de acento fuerte.
—No, esa es una llave inglesa. Necesito la Allen.
Saskia es compañera de piso de la novia de Lucas e inglesa como ella. Igual que Lucas, trabaja remoto.
Diseñadora gráfica, tras terminar la universidad vivió un año en Kenia y otro en México. Luego llegó a Barcelona con la idea de quedarse un mes. Ahora lleva seis años. Trabajó primero para una empresa maltesa, luego una francesa y ahora una irlandesa.
Lucas encuentra la llave Allen perdida por el piso y empieza a destornillar los tornillos de la cama anterior, la que había comprado su novia, también incompleta. Efectivamente ambas camas son de Ikea y sus tornillos, por ende, intercambiables.
Suena el timbre y Lucas baja para abrirle la puerta a dos argentinas. De alguna forma le convenció que los componentes sobrantes de las camas les podrían llegar a servir, así que deciden llevárselas.
Volvemos a la habitación de la novia de Lucas y terminamos con los tornillos. Entre las dos camas usadas, incompletas y parcialmente rotas, logramos armar una entera. Agarramos el colchón, que está apoyado sobre la pared, y lo volcamos sobre el marco de la cama; pero no entra, sobresale por mucho en ambos costados. Si bien el napolitano le vendió a Lucas la misma cama de la misma marca, no era del mismo tamaño.
—Bueno, total íbamos a tener que cambiar el colchón —dice con cierta resignación.
Terminamos las latas de cerveza y tomamos el metro nuevamente para La Sagrera.
***
El fenómeno sintáctico más trascendental desde el siglo X, cuando los números arábigos empezaron a proliferar en los textos de occidente, podría ser la repentina ubicuidad de la arroba. A partir del momento en 1971 cuando el programador estadounidense Raymond Tomlinson espontáneamente decidió utilizarla para enviar el primer correo electrónico de la historia, este símbolo se ha vuelto omnipresente en sistemas de escritura y caligrafía por el mundo entero. A solas, la arroba sirve como suplente de una diversa selección de preposiciones; el verbo «arrobar» amenaza con desplazar al de «mencionar», y en las lenguas románticas el símbolo compite con la equis y la e como anulador de rastros de género.
Además, en la capital catalana, la arroba ha sido ascendida al estatus de topónimo.
«22@» es el nombre del distrito tecnológico construido por el Ayuntamiento de Barcelona en conjunto con inversores privados a partir del año 2000 en una vieja zona fabril de Poblenou. Flanqueado por las avenidas Meridiana y Diagonal, comienza en el parque de las Glòries y continúa hasta la costa. Entrar en sus calles es atravesar un centro de procesamiento de datos hecho a escala ciudad; torres bajitas y cuadrilongas coloreadas de cobalto y ocre lindan las acercas como servidores armados en fila. Contienen hoteles, oficinas y restaurantes de sushi. Lo que a primera vista parece un puesto de diarios resulta ser una despensa de cafés: servidos para llevar en los icónicos vasos desechables del estilo Starbucks. En sus esquinas abundan monopatines eléctricos estacionados.
El epicentro del barrio es la Torre Agbar, también llamada la Torre Glòries. La excepción a los edificios-servidor, es de una columna rechoncha cuyos costados convexos culminan en un capullo suavemente redondeado. Adjetivarla de fálica sería modesto: es la manifestación arquitectónica de la penetración.
Con su inauguración, 22@ buscaba inaugurar una nueva economía urbana basada en las tecnologías informáticas y de comunicación. Formó parte de un reperfilamiento económico en un contexto neoliberal de desindustrialización y terciarización; el inicio de su transición hacia la ciudad arroba: cada vez más digital, de un género nuevo y ambiguo.
Este reperfilamiento ha tenido sus avances —éxitos dirían aquellos que los deseaban—: en 2024 un estudio hecho por la consultoría StartupBlink le otorgó a Barcelona el quinto lugar entre las ciudades europeas con más startups, identificando más de 1.300 empresas digitales domiciliadas allí. Entre ellas ya hay una decena de «unicornios» —empresas digitales valuadas por encima de los mil millones de dólares sin cotiza en ninguna bolsa— entre ellos algunos cuyos nombres se han vuelto cotidianas, como LetGo, Wallapop y Glovo, cuyos repartidores precarizados pedalean por ciudades en Europa, América Latina y África.
Al sur de 22@ en la punta en La Barceloneta, una astilla de tierra artificialmente rellenada que se asoma al mar, flanqueado por el puerto de un lado y por el Mediterráneo del otro, está Norrsken House Barcelona. Alojado en un edificio cuya pátina verdosa que emula el color de la placa madre de un ordenador, Norrsken es una especie de coworking donde trabajadores remotos, fundadores de startups u otras clases de nómades digitales pueden pasar jornadas con wifi y café y codearse mientras escriben código.
Si bien Barcelona está repleta de coworkings, Norrsken se destaca por su exclusividad; solo acepta personas cuyos empeños encajan son sus preceptos sociales y ecológicos.
—Tenemos una tasa de rechazo del 60% —me dice Amanda Kai, gerente de marketing de Norrsken, mientras compartimos chips de plátano con guacamole en el bar del cuarto piso. —No estamos enfocados en software que aumente la productividad o ayude a automatizar los procesos. Sabemos que otra gente va a inventar esas cosas, va a pasar. Pero nosotros, ¿podríamos realmente dedicarnos a tecnologías científicas revolucionarias? ¿Podríamos pensar en un impacto duradero que ayude con la transición energética en Europa? Necesitamos descarbonizarnos. ¿Por qué Barcelona no puede ser parte de estas soluciones?
Norrsken es financiado por una fundación homónima fundada por Niklas Adalberth, un empresario sueco que se hizo multimillonario a una edad joven gracias a su participación en Klarna, una empresa que procesa pagos electrónicos. Con sedes también en Estocolmo, Kigali y Bruselas, los socios de Norrsken comparten, además de un huso horario, un convencimiento de que el mundo real está lleno de problemas cuyas soluciones siempre y sólo se encontrarán en el digital.
—Digital es super anticuado —Amanda me corrige. —Digital es como cuando el Internet se hizo. Como que, estamos más allá de lo digital.
En Barcelona, Norrsken cuenta con más de 1.200 miembros, aquellos que lograron superar el riguroso proceso de selección, muchos de los cuales se relocalizaron a la ciudad específicamente por Norrsken.
—Tenemos una empresa que se llama inClimate. El fundador estaba en Portugal pero se enteró de que Norrsken abría aquí y dijo, «Me mudo a Barcelona porque quiero el estilo de vida. Pero también un entorno con muchos buenos contactos, con potencial». Tenemos a otra empresa que hace software para la energía renovable. Ellos empezaron en Brasil y decidieron mudar su casa matriz a Norrsken. Normalmente, hubieron elegido Alemania pero quisieron el estilo de vida barcelonés.
»Son personas apasionadas, tanto por el trabajo como por la vida. Esperan mucho de Norrsken. Son la clase de gente que piensa profundamente sobre el trabajo que hace y también las cosas que consume hacer. Quieren que Norrsken sea su lugar de trabajo, su lugar de amigos, su lugar de ocio, donde encuentran pareja. Nos preguntan si vamos a abrir viviendas compartidas —un co-living—; nos piden sesiones de meditación o que organicemos retiros.
Amanda, inglesa de nacimiento, también vino a Barcelona por Norrsken. Después de una temporada en Holanda, se encontraba de regreso en Londres cuando fijó su mirada en Iberia como próximo destino. Consideraba Madrid, Málaga y Barcelona.
—Al principio pensaba en los estereotipos básicos sobre España: sol, sangría, salarios bajos. Pero no es verdad. Quería trabajar para una corporación, miré las empresas y encontré Norrsken.
Cuando su postulación a un puesto fijo en la empresa sueca fue aceptada, Amanda hizo las maletas y se mudó a la ciudad condal.
—Cuando hay déficit habitacional o inflación de alquileres, mucha gente culpa a Norrsken, piensa que somos todos suecos y hablamos todos en inglés, que todos somos extranjeros. Pero no es verdad. Somos un espacio para las personas que están construyendo empresas para Barcelona, contratando gente de Barcelona, así sean barceloneses por elección, o sea no nativos, siguen siendo ciudadanos de la ciudad. Hay un malentendido, una narrativa errónea que Norrsken es un coworking para personas internacionales. No creo que sea así. De hecho, la campaña mediática de «tourists go home» es super tóxica. Está equivocada. Ves en TikTok a cualquier persona internacional que postea sobre vivir en Barcelona. ¿Y abajo? El comentario: «go the fuck home». Aparece inmediatamente. Al menos dos o tres veces, siempre. Como que, tú eres un extranjero en mi ciudad. Pero hay otra narrativa que abraza a los internacionales, que sostiene que necesitamos gente internacional. Sino ¿quiénes van a fundar las próximas empresas aquí? ¿Quiénes van a comprar los inmuebles costosos en las montañas?
***
Una noche con Lucas compartimos arrolladitos de primavera y un plato de chao fan en la terraza de un restaurante asiático cerca de su departamento. En la pantalla de su celular me muestra los diferentes armarios que está considerando para su dormitorio: uno negro con espejo, otro marrón sin espejo. Me cuenta también sobre una oferta de mudarse y trabajar en Abu Dabi que recibió pero que terminó rechazando, y otra oferta de trabajo ha decidido aceptar.
Para un empleador alemán esta vez, la empresa tiene, además de dos oficinas en Europa, una en Nairobi. Lucas tiene planeado ir a un casamiento en Kenia justo en el verano —se casan amigos de su novia inglesa— y ya fantasea con extender su estadía para pasar unas jornadas entre cubículos, escritorios y tal vez algún colega keniata.
—Es una ONG que se dedica a la tecnología. Tiene un beneficio que es que una vez al año te pagan el vuelo para que vayas a trabajar en una de sus oficinas. No entiendo cómo lo financian, debe ser carísimo. Pero bueno, veo si aprovecho y meto una semanita de trabajo en Kenia antes del casamiento.
Por ahora, igual, la semana que viene comenzará desde casa. Un nuevo rol para una nueva empresa en un nuevo país, desde el mismo departamento en La Sagrera.
—¿Vos te ves como un nómade digital? —le pregunto.
Pausa y piensa:— La verdad es que no. Bueno, sí. Técnicamente soy un nómade digital, porque trabajo en cualquier parte del mundo digitalmente. Por ejemplo, cuando yo viajo sería un nómade digital. Porque básicamente soy ese tipo que trabaja para otro lado, agarra su computadora, se va a una cafetería y al carajo. Pero si lo llevamos a la definición un poco aplicada, yo me siento distinto a esas personas que vienen acá por uno o dos años solamente a joder y hacer plata y chau. Yo sería un nómade digital en cualquier lugar que no sea Barcelona. La gran diferencia es que yo realmente vivo acá.
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