García Márquez y el mejor oficio del mundo | Centro Gabo
García Márquez y el mejor oficio del mundo
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García Márquez y el mejor oficio del mundo


Autora: Marta Saiz

Redacción Centro Gabo

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Cuando Julián Figueres toca a William el estudio de Radio Maconda se ilumina. En el momento que uno de sus dedos se posa sobre esta calavera blanca, sabe qué canción debe sonar. Unos días es Tchaikovsky, otros, Taylor Swift. Dice que es a través de las ondas que le llega la inspiración y ejemplifica la escena delante de cinco adolescentes a los que logra captar la atención durante más de un minuto. 

—Si algún día William desaparece, la radio también lo hará. Y sabréis que falta algo por el rastro blanco que dejará a su paso.

William es, en realidad, una goma de borrar de apenas tres centímetros que preside la mesa de mezclas. También es el protagonista del único cuadro en la entrada de los estudios de Radio Maconda: A la memoria del muerto. Latin Brothers, reza la lámina impresa en Cali.

—Radio Macondo hay más de ciento cincuenta mil. Radio Maconda, solo hay una.

Después de esa pequeña actuación, que mezcla teatro, pedagogía y algo de magia, Julián se sienta entre cables, libros y micrófonos. Coordina esta emisora ubicada en el piso inferior de la Biblioteca Gabriel García Márquez de Barcelona. También es el responsable del área latinoamericana de la misma. Forma parte del edificio desde antes de su inauguración, el 28 de mayo de 2022, cuando colocaba los libros con la misma estima con la que hoy explica su pasión por este oficio. Hace veintisiete años que comenzó y ni un solo día de paro.

—García Márquez decía que el periodismo es el mejor oficio del mundo. Yo compito con el segundo, o igual con el primero, que es ser bibliotecario. Es un oficio genial. Es leer para hacer leer.

***

Diariamente, entran al edificio unas mil cuatrocientas personas. Algunas —una veintena— esperan ansiosas cada mañana la apertura automática de las puertas de cristal. Sentadas en los escalones de madera, se agolpan cuando quedan apenas dos minutos para las nueve y media de la mañana. Quieren agarrar los mejores sitios. Unas se quedan sentadas en los butacones del recibidor, observando a quienes llegan o, simplemente, conectándose a internet. Otras suben las escaleras con el ímpetu de colocarse en un cubículo semiabierto con enchufe para el ordenador. Poco a poco, la vida comienza a latir en estas paredes blancas y amaderadas que evocan un estado de Feng Shui constante. 

Su arquitectura, compuesta de formas triangulares y líneas perpendiculares, sugiere una pila de libros abiertos, ordenados. Desde el centro del espacio, dos escaleras abrazan los pisos superiores, entrelazándose entre cortinas, sillones y pasillos que conectan diferentes áreas. Ochenta y seis escalones. Una biblioteca en la que, literalmente, puedes perderte. 

El edificio descansa en el corazón de Sant Martí de Provençals, en la confluencia de las calles Treball y Concili de Trento. Lejos del bullicio del centro histórico. El barrio fue originado como respuesta a las oleadas migratorias iniciadas en los años cincuenta; hasta ese momento predominaban los campos de cultivo, unas cuantas masías y una iglesia. La alta densidad poblacional de aquellos años se tradujo en una falta de servicios y equipamientos, solventada gracias a la lucha vecinal. Fruto de esa misma reivindicación surgió la demanda de mejora y ampliación de la antigua biblioteca, ubicada en el cuarto piso del Centre Cívic Sant Martí —todavía en funcionamiento—. Durante cincuenta y cuatro años, sus escasos doscientos metros cuadrados fueron un punto de referencia cultural y social. Hoy, la García Márquez, con cerca de cuatro mil, recoge el testigo y continúa aquel legado de encontrar un lugar en un no lugar. 

Aunque situada en uno de los barrios periféricos de la ciudad, la biblioteca no pasa desapercibida para los turistas. Algunos se acercan hipnotizados por su arquitectura de madera nórdica, espacios conectados, estanterías bajas y grandes ventanales; convirtiéndola, casi sin quererlo, en una biblioteca instagrameable

Su impacto arquitectónico le valió el reconocimiento en 2023 como la mejor biblioteca pública del mundo por la Federación Internacional de Asociaciones e Instituciones Bibliotecarias. Sin embargo, la pregunta clave es: ¿cómo ha transformado la vida de sus vecinos?

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Manuela González nació el 13 de junio de 1936, un mes antes del inicio de la Guerra Civil española. Cuenta que durante la guerra perdió a su padre y que su pena fue tan grande que decidió no tener hijos, para evitarles el posible sufrimiento de perder a un ser querido. A punto de cumplir ochenta y nueve años, viene a esta biblioteca desde que se inauguró. Ojea revistas, lee algún libro y asiste a todos los actos culturales a los que puede. También hizo un curso de informática, destreza que aplica al comunicarse con sus amigas y su familia, esta última lejos de Barcelona, en un pueblecito de Cantabria, cerca de San Vicente de la Barquera. Y, como parte de esas coincidencias que alegran los días, cada mañana recorre la calle Cantabria para hacer sus recados, entre ellos, venir a la biblioteca.

A Manuela le encanta que esté dedicada a uno de sus autores favoritos. 

—Hace dos años, a la plaza de aquí al lado le pusieron el nombre de Carmen Balcells, su agente literaria. 

Muchos de sus vecinos querían que el lugar se llamara Francisco Ibáñez, en honor al historietista español, creador del icónico Mortadelo y Filemón y residente del barrio. Sin embargo, el proyecto bibliotecario comenzó en 2014, año de la muerte de Gabo, y ya contaba con un enfoque latinoamericano. Ibáñez, que falleció en 2023, tiene su homenaje en uno de los rincones más entrañables, entre pufs y cómics. Su legado sigue vivo en la sección infantil y juvenil, en el primer piso. También en el semáforo que cruza la calle, con la silueta de Filemón en la luz roja y la de Mortadelo en la verde. 

Antes de marcharse, Manuela muestra una bolsa donde guarda dos diarios que compró a primera hora de la mañana. Hoy tocaron La VanguardiaEl Periódico. Le gusta estar bien informada; por eso hace años que no tiene televisión. Habla de Putin y Trump, de la impotencia de ver tantas guerras sabiendo lo que es vivir una en primera persona. También de las esperanzas del Chile del 73 con Salvador Allende. Pasa del castellano al catalán con la misma facilidad con la que hablaría inglés, francés y algo de italiano, idiomas que necesitaba en el banco donde trabajaba en Plaza Catalunya, en la esquina con Las Ramblas. 

—¿Dónde iba antes de que existiera esta biblioteca?

—Pues a ningún lado.

—¿Y si llueve también viene?

—Claro, para eso están los paraguas.

***

—Bienvenidos a Radio Mc Donalds—, dice Akram. 

El programa sigue con normalidad. Nadie se ríe. Al finalizar, vuelven a escuchar. Albert Fernández le pide a Julián que pare justo en ese segundo y todos ríen del nuevo nombre de la emisora. Pero nadie se ríe de Akram. 

Albert es la voz técnica y pedagógica de Radio Maconda, el que convierte una idea lanzada en una servilleta en un podcast real. Viene del mundo de la radio comunitaria, pero en la biblioteca encontró algo más: un espacio donde la pasión por el sonido se mezcla con la educación y la emoción colectiva.

Es un viernes cualquiera y toca Radio Aula Maconda. En ese pequeño estudio llegan cada semana grupos de escuelas del barrio para aprender cómo grabar un podcast. Hoy son dieciocho adolescentes de entre trece y catorce años. En el aula tradicional, apenas hablan. En Radio Maconda, sin embargo, algo cambia. Las jerarquías desaparecen: el friki toma el liderazgo, el guaperas quiere estar a la altura y el tímido, al final, coge el guión y empieza a leer. Graban noticiarios, mezclan sonidos, se ríen, se equivocan, tiran un tráiler, lanzan una canción. Algunos programas han nacido en aulas con estudiantes recién llegados al país. En una ocasión, —cuenta Albert— un grupo creó un viaje ficticio en barco que iba de puerto en puerto recogiendo historias personales, recetas de sus abuelas y músicas típicas de sus países. 

—Se conocen mientras graban, comparten de una manera que el aula muchas veces no permite. Además, aquí podemos darles críticas constructivas que, en clase, quizás no recibirían igual. 

Albert y Julián recuerdan los inicios de la radio. La chispa entre ellos nació el mismo día en que la biblioteca abrió sus puertas. Albert había sido convocado para coordinar la emisión especial. Mientras un todavía tímido Julián no se atrevía a escuchar su propia voz. Lo que no sabían entonces es que ese día, sin ensayos ni planes cerrados, le harían probablemente la última entrevista en vida a Francisco Ibáñez.

En todo este tiempo, Radio Maconda ha grabado más de doscientos cincuenta podcasts. La emisora conecta a trabajadores y vecinos de las cuarenta y una bibliotecas de Barcelona y de las cerca de doscientas cuarenta provinciales. Algunos programas los firman voces como la de Julián, que —según Albert— ya suma veintisiete títulos.

—Para no querer hablar al principio…

—En realidad tengo uno.

—No, —le espeta Albert—, tuyos propios tienes dos: El aparador intempestiuEl Chinchorro.

—Sí, pero uno de ellos es una vez al año. El resto son encargos. Encarguitos.

La radio, para ellos, nació para atreverse con todo.

—Cuando el carro echa a andar, los melones se acomodan solos—, concluye Julián, citando a su abuela murciana.

***

La biblioteca no es solo un edificio, ni siquiera es solo un lugar donde habitan los libros. Es, como lo dicen Samay y Jenifer, un refugio. Antes, ellas y su grupo de amigas —de entre catorce y dieciséis años— se reunían en un banco, en la calle, viendo las horas pasar. Ahora, sentadas en lo que aparenta ser una maloca digital, hablan de la facilidad para conseguir los libros que necesitan para estudiar. Les fascina hacer los préstamos desde la máquina y poder devolverlos en un buzón. Sin interactuar con nadie.

Aquí, en esta biblioteca bautizada popularmente por sus vecinos como “el Guggenheim de la Verneda”, se prestan libros, se imprimen apuntes por céntimos, se cargan patinetes y se comparten acentos.

—La biblioteca fue pensada para personas mayores. Nunca imaginamos que vendría tanta gente joven. Cataluña, España y Europa están envejecidas; todo el mundo occidental está envejecido. Abrimos y de la noche a la mañana empezaron a venir adolescentes a estudiar, trabajar o hacer vídeos para sus redes sociales—, comenta Neus Castellano, directora de la biblioteca. 

En el piso de abajo, junto a los estudios de radio y la sala de actos, las puertas correderas de cristal dan paso a un jardín con varias mesas. Una chica hace una videollamada, mientras otra, sentada en el suelo, aprovecha los primeros rayos del sol primaveral. Unos pasos más adelante, un banco de piedra asoma bajo las hileras de hiedra, invitando a probar cuatro pedaleadores que nunca se usaron.

Neus dice que el misterio de llegar a ser directora no tiene más cosa que cumplir años, aunque cualquiera que la escuche sabe que hay más experiencia que azar. Hace veintitrés llegó desde su localidad natal, Xàtiva (Valencia) para hacer unas prácticas temporales. Para ella, los premios son importantes, sí, pero más lo es la labor que hacen con ochenta entidades sociales y educativas del barrio. 

—Ahora mismo se acaban de ir dos organizaciones de personas neurodivergentes del espacio sensorial. Otro día puede venir un grupo de arquitectos de Hong Kong. Y hace un año nos visitó la tripulación del buque escuela de la Armada de Colombia.

Las bibliotecas, vistas como un espacio de quietud, aquí toman otra forma. En el piso superior está uno de los rincones más luminosos del edificio: un gran ventanal baña de luz a quienes descansan, con un libro o un teléfono, en las mecedoras traídas desde Colombia. Otros prefieren tumbarse en la estrella de la sala, la hamaca. Las estanterías bajas permiten que la luz atraviese la sala sin obstáculos, generando esa atmósfera de “tercer lugar” con la que se concibió el proyecto: un espacio que no es hogar ni trabajo.

—Hace veinte años le decíamos a la gente que no se quitara los zapatos. Ahora, hay que pedirles, por favor, que lo hagan —dice Neus entre risas.

Aunque al principio tenía dudas de bajar las estanterías —porque, para ella, una biblioteca debía estar repleta de libros hasta el techo—, pronto entendió que la idea del tercer espacio no solo funcionaba, sino que invitaba a quedarse más rato. Una biblioteca más cercana. Más vivida.

Una sensación de movimiento que también es literal. 

Con la idea de hacerlo compostable, el edificio está construido íntegramente de madera. Por eso cruje al caminar, evocando la sensación de los antiguos barcos piratas. La arquitectura tiene un estilo nórdico, de los mismos bosques donde la madera con la que se construyó acostumbra a vivir. Pero en Barcelona, el calor y la humedad la hicieron engordar. Y la presión fue tanta que estallaron varios de los cristales. Al unísono, como si quisieran salir corriendo.

El edificio cerró durante las primeras semanas de agosto de 2024. Los medios solo hablaron de ello. Entonces, ya no era la mejor biblioteca del mundo, sino la que había costado cuatrocientos mil euros en reparaciones.

Aprovecharon para hacer mejoras y ampliaron el horario. Ahora abre sesenta y tres horas semanales, domingos por la mañana incluidos. Y un equipo de veintiuna personas se turnan para cuidar los cerca de cuarenta mil documentos que la habitan.

Con semejante edificio de madera, no faltan las preguntas. Más de una vez le han planteado a Neus si no será fácil que se queme.

—El sistema antiincendios es una maravilla. Caen telones de agua por la escalera, se abren puertas, se activan compuertas, el techo se levanta desde arriba… es un transformer. Además, la madera llega con un tratamiento que la hace muy difícil de quemar. 

De momento, las tapas de los libros no estallarán como si fueran palomitas. La biblioteca no arderá como la Central de Los Ángeles.

En su despacho del tercer piso, Neus guarda una edición de coleccionista de Vivir para contarla que le regaló Gonzalo García Barcha, el hijo de Gabo. El mismo que se presentó de sorpresa unas semanas después de que las puertas de esta biblioteca abrieran, y se sorprendió al ver apenas tres ejemplares de la obra de su padre. Aunque eso, en el fondo, era buena señal: quería decir que muchos alguienes estaban leyendo el resto.

Mientras tanto, dos pisos más abajo, Jenifer y Samay han oído hablar de Gabriel García Márquez. Saben que fue un escritor colombiano, que su nombre resuena en cada recoveco. No lo han leído todavía. Quizás un día lo harán. Quizás un día, entre la hamaca y las estanterías infinitas, alguien les hable de un pueblo llamado Macondo, donde llovió cuatro años, once meses y dos días seguidos. 

***

Se hacen llamar Dilettantis, una palabra que suena elegante pero encierra algo mucho más sencillo: personas que disfrutan de la cultura por puro gusto, sin pretensiones. Hablan de libros, ópera, películas o música. 

Lola Gómez, Joan Ferrer, Ester Riera y Josep Maria Sarabia son cuatro de las once personas que forman este peculiar grupo. También son los más valientes para ponerse delante de los micrófonos de Radio Maconda en la grabación de su primer podcast. Se conocieron en un taller de ópera. Al acabar el curso, no quisieron separarse. Empezaron a ir juntos a conciertos, charlas, exposiciones. Incluso forman parte del jurado de Resonare, un concurso de música clásica.

—Es un grupo muy vivo —destacan—. Como el barrio.

Ahora se reúnen cada quince días en un espacio cedido por el Centre Cívic de Sant Martí, a una calle de la biblioteca.

—¿Cómo os presento a nivel individual?

—Locos, locuelos. 

Ester y Josep Maria llevan 55 años en el barrio, prácticamente desde que se casaron. Durante años regentaron la librería La Ploma, especializada en África Subsahariana. Joan llegó hace siete años, por amor. Lola aterrizó con sus padres desde Teruel en 1972. Y todos coinciden en lo mismo: vivir hoy en este barrio es un lujo.

—Antes aquí no había nada. Ahora tenemos la mejor biblioteca del mundo, un auditorio, tres centros deportivos —uno con piscina interior—, la playa a cinco minutos, calles planas para ir en bicicleta y una buena comunicación en metro —destaca Lola.

—Yo tengo amigos en el Eixample que me dicen: si algún día se vacía un piso aquí, avísame —añade Ester.

Para ellos, la biblioteca es un punto de encuentro esencial. Además, gracias al sistema interbibliotecario, cualquier libro que no está, llega.

—A veces vengo a leer —cuenta Joan—. O simplemente a estar. Si me aburro en casa, me paso por aquí. Miro cómics, una revista… y cuando me doy cuenta, han pasado dos horas. Y en verano es mi refugio climático. En vez de encender el aire en casa, me vengo aquí.

Aunque no todo es perfecto.

—El edificio es muy bonito, pero ruidoso —sigue Joan—. Está todo muy abierto, y eso tiene su encanto, sí, pero también su precio. Desde arriba se escucha todo lo que pasa abajo. Además, hay muchas escaleras. Para los que ya no estamos para trotes, eso también cuenta.

—Pero hay ascensor —le recuerda Ester.

La complicidad entre los cuatro flota en el aire. A Ester le ha tocado ser la voz cantante. Julián les explica algunos conceptos básicos de locución y empieza a grabar sin que lo noten. Lola lanza el enigma del día, Josep Maria se arranca con Chinua Achebe y Joan lee sobre El libro de la selva. Cuando terminan, convencidos de que era solo una prueba, Julián les revela que el episodio ya está grabado.

—Y eso que estábamos contenidos —ríe Ester—. Porque hablar, lo que se dice hablar, no nos cuesta.

Ese día, además, había una televisión local grabando. Y esta crónica —les cuentan— llegará hasta Colombia.

—Ahora ya hemos subido el caché —comenta Ester. 

Mientras Julián termina de guardar el programa para editarlo más tarde, el grupo se fija en el cuadro con la cara de William —de cráneo presente en la mesa de mezclas—. Y al revisar la foto grupal, la geolocalización insiste en otra cosa: Oficina de Tramitación del DNI y del Pasaporte.

Y, es que, la comisaría de policía cedió el terreno para construir este espacio.

Así, justo al lado del lugar donde a muchas personas migrantes les han hecho sentir que no encajan, se levanta este edificio que parece decir lo contrario. A unos pasos de donde se hacen colas para tramitar la cédula de identidad, hay una biblioteca que abre sus puertas sin pedir papeles.

—Esta biblioteca es un homenaje al sudakismo aquí al lado de la comisaría. Es lo máximo.

Quien lo dice es Ale Oseguera, coordinadora del club de lectura migrante y poscolonial de la biblioteca. Hoy es el primer día del segundo ciclo y las personas inscritas llegan tímidamente. El libro a comentar es Ceniza en la boca, de Brenda Navarro.

Periodista y escritora, Ale es mexicana y lleva veinte años viviendo en la ciudad. La idea de crear este club de lectura viene del interés de lo que lleva años estudiando: las literaturas migrantes hispanoamericanas y la representación de la migración hispanoamericana en la literatura hecha en España.  

Ale se emocionó leyendo. Y pensó que esto no podía quedarse solo en la academia. Diseñó un plan de lectura y buscó dónde hacerlo. Como usuaria de la biblioteca —y tras haber actuado allí en el festival literario KM Amèrica— lo tuvo claro.

El club se reúne en una sala tranquila del cuarto piso, casi escondida, lejos del ruido. Un pequeño microcosmos donde hablar desde la experiencia. Un lugar seguro.

—La ley de extranjería te reduce a un número. El periodismo, muchas veces, también. La literatura, no. Aquí podemos compartir desde la vulnerabilidad, pero también desde el deseo, la rabia, la memoria. Y hacerlo en una biblioteca pública, que hemos financiado entre todas, es significativo. Es nuestro lugar.

***

En teoría, una biblioteca es un edificio lleno de libros. En la práctica, esta es otra cosa.

Jesús Rebollo, o Txus, como le gusta que lo llamen, conoció a Julián cuando le compró unas ediciones argentinas de Borges. Lo había visto algunas veces en la biblioteca. De esa conversación nació una complicidad.

—Le conté que participaba en el Slam Poetry de Barcelona, una competición de poesía oral que se hace en bibliotecas y espacios culturales. Enseguida Julián me dijo que eso tenía que hacerse aquí. 

Txus tiene 26 años y se define como poeta, dinamizador cultural y futuro bibliotecario. Recuerda con claridad la primera vez que entró a la García Márquez, el día de su inauguración.

—Me apasiona la literatura latinoamericana y eso hace que pase horas entre estas paredes. Además, siento que quienes trabajan aquí realmente disfrutan lo que hacen.

En una Barcelona de miradas ausentes y almas cansadas, la de Julián es una figura atípica. Un rara avis del mundo capitalista.

—Hay un aura distinta en este lugar. Aquí los bibliotecarios están más abiertos, más espontáneos. A veces, vienes a consultar un libro y acabas charlando media hora sobre el autor.

El joven descubrió la literatura latinoamericana a través de Borges, en un momento difícil de su vida. Poco a poco se fue enamorando de las letras que venían de Colombia, Argentina o México. Cuenta que a su pareja le regaló una primera edición de Cien años de soledad por el Día del Libro. La misma que había visto en el expositor del tercer piso.

Orgulloso de su barrio, asegura que la biblioteca lo ha transformado.

—Este es un ecosistema de barrio con alma propia.

En la entrada, dos señores se sientan cada día en los butacones. Julián los apoda, con afecto, Zeus y Apolo. Ya son parte del mobiliario. Parte del relato. Están quienes vienen a leer el diario, quienes trabajan, quienes estudian. Gente joven, y no tan joven, en tránsito. Personas que, ante la precariedad de la vivienda, encuentran en estas salas un lugar para concentrarse, proyectarse o —simplemente— respirar. 

Por eso, cuando se habla de “tercer lugar”, no hace falta explicar mucho. Basta con entrar un martes cualquiera a la Gabriel García Márquez y fijarse en la chaqueta de cuadros grises y negros que lleva Txus. Recuerda a la que solía vestir García Márquez en rojo y negro por las calles de Barcelona. Los mismos tonos que lleva Julián en su camisa el día que habla de su trabajo, que, de algún modo, también es el de contar historias. 

La madre de Susan Orlean —autora de La biblioteca en llamas— solía decir que, de haber podido elegir cualquier profesión en el mundo, habría querido ser bibliotecaria.

Quién sabe. Tal vez este también sea el mejor oficio del mundo.

 

 

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