Autor: Tomeu Mascaró Barceló
Hay un dolor. Después todo va sucediendo, mejor o peor, pero en el fondo está ese dolor, personal e intransferible como el DNI, los billetes y la maleta. El avión no viene. Ni a la hora prevista, ni una hora después, ni dos, ni cinco. Puede que en el futuro la compañía nos compense por esta espera. Pero ahora estamos aquí, como en un naufragio. No hay tormenta ni huelga. Todos los aviones están partiendo menos el nuestro.
“Los aeropuertos se construyen con los techos tan altos para reducir lo máximo posible la ansiedad de los viajeros”, me había explicado una amiga recién graduada en ingeniería aeroespacial. Tuve que acordarme de ella aquel sábado 22 de junio de 2024 cuando el vuelo de Ryanair entre Barcelona y Palma se retrasó por más de ocho horas. Entonces la arquitectura de catedral sólo sirvió para amplificar la sensación de desamparo. La bóveda era blanca con globos de helio estrellados, cada uno con el nombre de un niño, marchitándose como pájaros muertos.
La noticia no llegó de golpe. Primero era un retraso menor, de una hora, una molestia que podían absorber las respectivas agendas. Se escuchaban llamadas a familiares y amigos, un “todo bien”, “ahora nos vemos”, “hasta ahora”. Todavía no hablábamos entre nosotros. Anunciaron un cambio a una puerta justo al lado, a pocos metros de distancia, y el centenar de personas nos desplazamos. Un nuevo destino apareció en la que había sido nuestra puerta, caras nuevas ocuparon el sitio, hicieron cola, embarcaron y se fueron. En ese momento no supimos leer el augurio e incluso hubo quien corrió para ocupar el primer sitio de la nueva fila, que se disolvería en los retrasos futuros.
La compañía aplazaba nuestra partida sin dar explicaciones. Apaciguaban los ánimos con bonos de tres euros, uno cada tres horas, que mandaban por SMS porque a partir de la segunda hora dejó de haber trabajadores en el mostrador de la puerta. La última empleada que estuvo con nosotros buscaba con la mirada perdida en el ordenador de la empresa y repetía que “no disponía de más información”, que “en breves iba a solucionarse”, que a través de las pantallas, de los móviles, de megafonía, podíamos estar al caso de todo.
Vestida de uniforme y con el maquillaje obligatorio impecable, la asistente de tierra se fue desmoralizando. Reconoció que no sabía qué pasaba, que debía ser un problema del vehículo, o tal vez un fallo técnico del motor. Antes de pedir perdón y decir que su turno había acabado, tuvo un arranque de sinceridad preocupante: no podía contactar con el otro aeropuerto. “¿Cómo se puede no tener contacto con un aeropuerto? - le gritó alguien - Es que no entiendo nada. ¿Quieres mi móvil y les llamas, a ver qué coño está pasando?”. Cada cuál tropezaba a su manera por los pedregales del enfado. Ella se disculpó de nuevo y se marchó. El bono Ryanair bastaba para un café o para un donut de los pequeños.
El vuelo FR 2889 tenía que salir a las 16.25 de la tarde y llegar a las 17.20, un total 55 minutos. Cuando se hizo público el gran retraso, de las 18.00 a las 23.30, hicimos lo que se lleva haciendo desde tiempos inmemoriales cuando pasa algo importante: formar un grupo de WhatsApp. Se gestó en mi fila de sillas porque ahí había una mujer que estaba triste, pasando por un mal momento vital, y comenzó a intimar con los desconocidos que tenía al lado. Tenía cuarenta años, iba a ver a una amiga, compró un sándwich para cenar y dijo que estaba malísimo, que nos ahorráramos el gasto. Fue ella quien creó el grupo y le puso nombre: “Fucking Ryanair 2889”.
Con los conocimientos de informática de una chica que viajaba a la isla para enseñarle a su novio que se había tatuado su nombre en el antebrazo, hicimos un código QR para unirse al grupo y lo pusimos de foto de perfil. Escaneándolo, cualquier persona puede unirse a “Fucking Ryanair 2889”; cualquier miembro del grupo puede invitar a nuevas personas sin tener que pedirles el número, el nombre ni el apellido. “¿Para qué es el grupo?”, preguntó un pasajero desconfiado ante la invitación. “Esto que están haciendo con nosotros es una injusticia”, se le respondió. “Ya, pero, ¿para qué es?”, “es para avisarnos”, “ah, vale, claro, claro”, y se unió, convencido a pesar de las imprecisiones del plan.
A las nueve y media de la noche la confianza entre los miembros del clan ya era sólida y nos guardábamos las maletas entre nosotros. Para ir a gastar el bono, para estirar las piernas, o para hacer una llamada con más intimidad, dejabas las maletas y alguien del grupo te decía: “tranquilo, te las guardamos”. Fue una prueba de fuego para el pasajero desconfiado. Era un padre de familia y cuando su mujer y sus dos
hijos fueron a buscar comida él quiso quedarse a guardar el equipaje. “Ve con ellos, tranquilo, te las guardamos”, le dijimos. Dudó por un momento, pero luego se levantó y fue a alcanzarlos.
La asistente de tierra nos había dicho que no había hojas de reclamaciones en papel, que todo se gestionaba en línea. Resolvimos que aquello también era un abuso de la compañía aérea y que el derecho a una hoja de reclamaciones en papel era innegociable. Nos había informado, lamentándolo mucho, que sólo tenían hojas en las oficinas que estaban fuera del área de salidas. Una avanzadilla fue a buscarlas y regresó con varios folios con el logo de la aerolínea impreso y una dirección web donde había que hacer el trámite de forma telemática. Fue, con todo, una victoria, y guardamos las hojas como quien guarda un mechón de pelo que le ha arrancado al enemigo.
El vuelo acabó por partir a la una de la madrugada. Por el grupo de WhatsApp se organizaron taxis en todas las direcciones de la isla porque el transporte público cierra a medianoche. En los días posteriores se hicieron las reclamaciones a la compañía, un trámite que es personal e intransferible, y después, uno a uno, los treinta miembros de “Fucking Ryanair 2889” avisaron a los demás cuando recibieron el ingreso de los doscientos cincuenta euros. El último mensaje dice: “yo también ya he cobrado”.
Cuento esta historia tarde, cuando ya ha perdido el valor periodístico de denuncia que podría haber tenido. En mi defensa quiero decir que cada día que pasa la anécdota es más bonita: nadie se está yendo del grupo. Ni una sola persona, nadie se ha ido. El pasado treinta de noviembre un número cambió, pero no se fue. ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Por qué no nos vamos? No tengo ni un solo contacto guardado. No reconocería a ninguna de estas treinta personas si me las cruzara por la calle, ni sentadas delante, en el metro. Y, sin embargo, cuando sueñas que estás en un sitio con tu familia, y no sabrías decir qué familia, pero sabes que lo es, esas caras de relleno, sé que podrían haber salido de “Fucking Ryanair 2889” porque el cerebro no puede inventarse caras nuevas.
Si un día vuelvo a encontrarme con un retraso de esas dimensiones es probable que acuda a ellos. También he valorado la posibilidad de compartir el grupo con otra gente, dejarles escanear el QR y que estén ahí, en silencio, por si algún día lo necesitan. Sé que si hubiéramos sido un poco más valientes nos hubiéramos anclado para siempre en esos bancos, en medio del ir y venir de la gente. En otra vida ese avión nunca ha llegado, o no hemos subido. Somos un clan. Vivimos felices bajo el alto techo. De alguna forma, no sé cómo, hemos logrado serrar los reposabrazos de los bancos y ahora dormimos a gusto. El tiempo que, forzosamente, se nos dio, ahora es nuestro. En otra vida el día de la fundación hicimos el amor y ahora están naciendo nuestros primeros hijos.
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