Autora: Malinalli García Melchor
Curiosidades de aquí. Las palmeras no dan cocos. Los vendedores ambulantes de cerveza esconden las latas en las alcantarillas y los botes de basura. Sus habitantes podrían ser la tripulación de 100 cruceros gigantes. Pasear se dice ravalejar.
Mi padre fue un artista colombiano que según parece se llamaba Fernando Botero. Lo recuerdo como un hombre de ojeras profundas, cejas arqueadas y una barba que le escondía la sonrisa. Pasaba diez horas en su taller en Pietrasanta, un pueblo a una hora de Florencia, Italia. Era meticuloso. Cabeciduro. Vigilante. Una celebridad.
Llegué a Barcelona a finales de los ochenta. Se podía oler el furor por los próximos Juegos Olímpicos de 1992. La gente estaba dispuesta y los planes urbanísticos también.
Conocí el barrio del Raval en 2003. Lady en 2001. Llegó desde Ecuador. No se ha movido de aquí. Y es ahí donde nuestras historias se cruzan. Ella como una niña que me veía como algo curioso, gracioso, rechoncho, alguien para pellizcar. Yo, un gato de dos metros con sonrisa eterna y más de dos mil kilos. Los niños aprendieron rápido a jugar conmigo. Se suben a mi lomo para ver el mundo desde arriba.
Mi cuerpo es fiel al clima. Los chiquillos sienten el frío cuando el sol se mete y se queman cuando sale.
La gente en esa época apenas se estaba acostumbrando a los euros. Los alquileres subían. Había pocos bares. Las palmeras estaban pelonas. Los departamentos eran color sepia. Los turistas ya empezaban a asomarse.
El primer lugar que habité en Barcelona fue el Parque de la Ciutadella. Me pusieron cerca de una cascada. Me llegaba el rocío del agua. Los niños se hacían fotos con Júlia, una mamut lanuda que estaba ahí parada, toda tiesa desde 1907. También estaba cerca el zoológico. Ahí vivía Copito de Nieve, un gorila blanco de Guinea Ecuatorial. Me enteré que se quedó huérfano cuando unos cazadores mataron a su madre. Llegó a Barcelona porque lo compró por quince mil pesetas, Jordi Sabater Pi, un hombre catalán que se dedicaba a estudiar gorilas y chimpancés. Copito llegó en 1966. Tenía tres años. Cuando yo lo conocí, calculo que tenía veinte y cuatro.
Se acercaban los Juegos Olímpicos. Los barceloneses se maravillaron rápido. La ciudad abrió sus fronteras al mar, aparecieron playas que antes no habían. Se derrumbaron casas y llegaron otras. A mí me llevaron al Estadio Olímpico Lluís Companys; escuchaba los aplausos y porras del público a un atleta que se llamaba Carl Lewis.
Acabada la fiesta, se fue el espíritu olímpico para mí. Migré de nuevo. Llegué a una plaza, Blanquerna se llama, está sobre un tramo de una muralla medieval. El lugar, de noche, era ideal para las meadas y las borracheras. Esa plaza me trató mal. Botero se enteró. Protestó. Pidió que me llevaran a otro sitio. No me llevaron al que quería, al lado de un museo, pero llegué a la Rambla del Raval, un inciso peatonal de más de trescientos metros en medio de las calles El Paral·lel y La Rambla.
Me pusieron ahí para darle un nuevo aire al barrio. Habité un tramo que me ponía más cerca del mar pero soy un migrante; me muevo en la incertidumbre. Me movieron de nuevo. Sigo en la rambla pero ahora estoy por la mitad. Parece que es la mudanza definitiva.
Me costó convencer a los ravaleros de que no me pintarrajearan con grafitis. En el pasado ya había sufrido los embates del maltrato por las pérdidas impares de mis bigotes y los tatuajes garabateados. Al principio, cedieron a la tentación, ya casi me había resignado pero la gente empezó a quererme. Ese cariño se siente por el toqueteo que le hacen a mis michelines, a mis bigotes, cuando me disfrazan con pelucas y labios rojos o cuando me visten con un traje de ganchillo y me convierten en un tigre blanco. Incluso los turistas pálidos llegan en grupo a hacerse una foto o a frotarme los huevos. Existe la leyenda que sí lo hacen, regresan a Barcelona.
Justo enfrente tengo el hotel Barceló, un hotel de cuatro estrellas y diez plantas que cuando se hace de noche lucen moradas. A sus espaldas está el edificio del sindicato de la Unión General de Trabajadoras y Trabajadores. Las personas sin hogar han creado un refugio improvisado bajo sus techos. Juntan cobijas, las cajas de cartón se convierten en colchones improvisados y los teléfonos son emisoras de música y cines diminutos que les animan el alma.
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Karina tiene una agenda complicada. Anda de arriba a abajo pero es imposible que diga que no.
Su trabajo está en un lugar poco transitado, pero fácil de ubicar porque está al lado de una calle que se trabaja con el sexo. Karina conoce bien a las trabajadoras, las ve cada día cuando va a la oficina o cuando hace sus rondas nocturnas para darles condones o invitarlas a que se hagan de forma gratuita pruebas de VIH, sífilis, hepatitis y de embarazo. Ellas se acercan, a veces gritan los dolores del alma, otras veces suenan más optimistas. Ella siempre las recibe con un cálido “Hola, mi amor”.
Karina tiene el pelo liso, de un color tostado parecido a las madalenas hechas por las abuelas que contrasta con el negro de su rímel y delineador. Casi siempre carga con un bolso que podría, si quisiera, albergar un bazar entero.
Por la mañana se organiza para darle vida al Calor-Café, un espacio que alimenta. La comida llega de fundaciones y del Banco de Alimentos. Las chicas desayunan ahí.
El trabajo como mediadora le permite a Karina parar la oreja y licenciarse como escuchadora: detecta peticiones, absolve confesiones, intuye escenarios, empequeñece problemas y busca soluciones. Por eso le dicen “madre”, “mamá”, “mami”.
Vienen de la calle, que las trata mal. Karina se ocupa, junto a sus compañeras, de defender sus derechos, reducir los riesgos del trabajo sexual y el consumo de drogas. También les dan cursos para potenciar el arte y la independencia. Karina, trabaja con una enfermera, una abogada, una integradora, una trabajadora social, una psicóloga, pero también requiere de condones, lubricantes, maquillaje, pelucas, ropa, cosas que las hagan sentir que ese sitio es suyo. Ellas necesitan descansar. Por eso le gusta hablar con ellas. Verles el estado de ánimo.
No todo es fácil. Hay conflictos, peleas, gritos…
—A mí lo más pequeño que me han dicho en la vida es puta y no me ha pasado nada, aquí estoy.
Karina resopla. Yo guardo silencio.
Al principio venían a lo mucho diez mujeres, ahora hay días que pueden llegar a veinticinco. Eso es porque se hablan entre ellas, una le cuenta a la otra sobre el lugar y por eso vienen.
La calle es el vínculo que tiene Karina con las chicas.
—Cuántas historias tiene cada mujer que se para en cada esquina.
Karina lo susurra esperando una respuesta.
***
Llegó la primavera. El polen cubre el suelo. No paro de ver gente. Yo los divido en pálidos y no pálidos. Sus cuerpos son de formas diversas. Algunos visten capas de ropa para disimular, otros prefieren mostrar las pieles.
He perdido la cuenta de cuántas fotos me toman por día y cuántas veces me toquetean los bigotes. Las palomas me hacen cosquillas.
Hace poco un metiche me puso una pegatina en mi huevo derecho que pone “Top Notch”. Sin comentarios.
Las bancas de cemento con forma de herradura son para los dicharacheros pero también sirven para ver el móvil, dormir, jugar, tomar cerveza, acariciar y amar.
Las sillas de madera son para los solitarios y mirones. Un hombre calvo está sentado en una de ellas. Tiene por delante su carrito de la compra que esconde un altavoz con música que no logro entender, pero él sí. Tararea sin descanso.
Los balcones nunca lucen sin nada. Siempre hay algo: ropa, bicis, banderas, bombonas de butano, zapatos sudados, perros tristes, niños llorones y pancartas con algún reclamo justiciero.
Hay policía. Anuncian su llegada con el encendido de las patrullas, el sonido molesto de las sirenas y las lucecitas azules y rojas. Arrinconan a los no pálidos. Piden carnets. Se ponen guantes. Inspeccionan ropas y mochilas. Interrogan. Llaman por teléfono. La espera para los no pálidos es larga. A veces los sueltan, otras veces, no.
No sé qué es el aburrimiento.
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Lady fue criada bajo el abrazo de las charlas entusiastas con los vecinos de su edificio, la compra en tiendas angostas cuyos precios eran dichos de memoria por dueños longevos y el trajín de las idas y venidas a una escuela que le hablaba en catalán, idioma al que se tuvo que acostumbrar. Solo recuerda un desajuste territorial cuando se fue al barrio de L’Eixample a cursar la secundaria porque no había plazas en ninguna escuela del Raval.
Vino porque su madre llegó primero y al año la mandó traer. Aterrizó en invierno. El ambiente era helado, sin colores, sin palabras resonantes, no como en Ecuador que los grises desentonan y las chispas de las palabras se admiten.
La Lady adulta se levanta muy temprano, a las seis y media, prepara el desayuno y le concede quince minutos más de sueño a su hija de diez años. A las siete y media ya están arriba del tren para ir al colegio. Queda lejos.
A las nueve ya está en la oficina. Se da el capricho de saludar a sus compañeros porque a esa hora hay poca gente. Ficha, revisa correos si no tiene clase y cuando las tiene, prepara el aula y el material. Más tarde llegan los alumnos, en su mayoría son vecinos del Raval. Vienen a aprender desde nociones básicas de informática hasta maniobrar una impresora 3D.
Lady explica lento, pausas controladas, frases cortas, vocabulario sencillo. A veces se sienta al lado, otras veces los deja hacer para que le pierdan el miedo al teclado y a la pantalla.
Trabaja en Colectic. Un espacio que pone la tecnología al servicio de la gente para la transformación social. En el 2017 nació como cooperativa, pero empezaron en 1992. La idea se le ocurrió a un grupo de profesores que se dieron cuenta que hacía falta un lugar de ocio en el que los jóvenes pudieran estar, pensar, aprender, crear.
Lady habla de empoderar, de darle un uso social a la tecnología para un bien común. Llegó a Colectic después de trabajar como auxiliar de enfermería y en mediación comunitaria, oficios alejados de lo que hace ahora, pero no tanto, habla con la gente.
En la cooperativa hacen cursos de realidad virtual, electrónica, robótica, creación de apps, webs…y también está el proyecto Ravalmèdia. Un estudio de grabación permite a los jóvenes hacer sus propios podcasts o grabar música. También usan la imagen. Las fotos y videos muestran lo que les preocupa o entusiasma. Todo de manera gratuita.
Cuando le pregunto a Lady sobre la iniciativa de la que se siente más orgullosa, se acomoda los rizos y dice Wemin. Lady acompaña a mujeres migrantes con o sin documentación a hacer magia. La magia empieza con creaciones artísticas, continúa con programación y el diseño en 3D. Ha perdido la cuenta de las mujeres que han pasado por este programa que inició en 2019 pero calcula que unas 450, y muy diversas. Se busca que las mujeres migrantes y refugiadas se conviertan en protagonistas activas dentro de sus comunidades y actúen como multiplicadoras en sus entornos familiares y sociales. Sean referentes.
—Para que no dependan de otros.
A todas las recuerda con cariño y más cuando se entera de que se les ha encendido la chispa para que sigan estudiando.
—Hay un cambio real que cambia vidas.
Dice, tras hacer un recuento mental.
El Raval es un barrio que ya no es barrio. En 2023, más de la mitad –un 52 por ciento– de la población total nació lejos, en lugares como Filipinas, Pakistán o Bangladesh. La mayoría son hombres, pero las mujeres están aquí –representan un 40 por ciento–. Ellas también buscan algo en este barrio que queda del otro lado de La Rambla, ese reclamo turístico que todos quieren fotografiar.
—Es un barrio salvaje, diverso y, hasta hace poco, familiar.
Me dice, como si quisiera evitar una lágrima.
En su edificio que la vio crecer, solo queda una vecina de toda la vida –propietaria de la vivienda–, su madre, ella y su hija. El resto son personas que van y vienen.
—Nómadas digitales.
Dice, sin dudar.
***
Tengo al lado un vaso con un trago a medias. Una mujer con una coleta alta está a punto de poner cara de mal humor pero se acuerda que todos los días son así. Le toca limpiar la fiesta de otros.
Las sillas acumuladas en forma de torre de las terrazas producen la sensación de un orden impreciso. Los paraguas gigantes para cubrir el sol descansan a esta hora.
Los hombres de las carretillas de mano corren para llevar a los locales, los costales de especias de oriente.
Los dueños de las verdulerías negocian con los choferes de los camiones de mercancías para que hagan la descarga rápida y sin desperdicio.
Las palmeras están secas. Los árboles apenas están verdes. Las jardineras tienen plantas desorientadas y desiguales.
Aparecen coches, bicicletas y peatones con la mirada fija en el trabajo. Se entretienen poco. Los cláxones avisan que la hora apremia. Hay apuro.
Yo solo miro y me miran.
El silencio es algo que no se escucha.
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Silvina es una mujer de ojos expresivos que por más que lo intenten no saben mentir. Sus cejas gruesas tampoco lo hacen. Le gusta el barrio. Se siente ravalera.
Está sentada en un banco alto. Es la pausa para comer. El táper de comida lo apoya en una gran mesa blanca maciza que comparte con otros. Conversan. Se ríen.
El local es luminoso. Tiene forma de ele. En la entrada hay estanterías con bolsos y carteras hechas a mano y por las agujas de las máquinas de coser que están colocadas a lo largo del lugar.
Silvina es la coordinadora de Creadoness que en español es Creamujeres, lo que crean es a partir de lo textil, pero no sólo es eso, es también un programa social para mujeres migradas y refugiadas que estén en una situación complicada.
—Es un proyecto feminista.
Silvina arroja las palabras precisas y con fuerza.
Habla de falta de empoderamiento económico y lo difícil que es entrar al mercado laboral.
—Tener una economía, empieza con tener una vida más digna.
Eso lo repetirá muchas veces a lo largo de la conversación.
El programa apoya a 24 mujeres durante 6 meses. El objetivo es crear un producto, sacarlo al mercado y construir una marca.
La mayoría de las mujeres que vienen son de Latinoamérica, región que tiene una gran tradición textil. Cuando se habla de migración pareciera que todo es pérdida y no, Silvina quiere recuperar esos saberes.
No todo es costura. Usan también la arteterapia para trabajar la autoestima y el duelo migratorio, el Teatro de las Oprimidas para las relaciones laborales y el marketing para saber vender su producto.
El proyecto tiene siete años, hace dos que están en el barrio. Se están acoplando a su calle.
—Siempre pasan cosas. Hay muchas redadas y conflictos entre la ciudadanía y el control policial.
Me dice, como si quisiera que yo siguiera la frase.
Silvina estudió Periodismo cultural en Argentina. En el 2009 llegó a Barcelona para hacer una maestría en Gestión cultural. Consiguió rápido un trabajo en una galería de arte, pero pronto se desencantó. Todo le parecía frívolo, efímero, artificial.
Recuerda una de las primeras cosas que le dijeron sobre el Raval.
—Acá no vayas. Esta es la zona comanche.
En el 2011 ya estaba viviendo en el barrio.
Dice que prefiere esta realidad a la cara maquillada de otras zonas de la ciudad.
—El Raval es toda la vidilla.
Dice, sonriendo.
Se le va el tiempo. Ni siquiera se acuerda que empezó el día desde temprano. A las ocho y media de la mañana ya estaba con sus estiramientos para salir al mundo. Se duchó, después se montó en la bicicleta, llegó al local media hora antes de la diez, para tener un momento a solas antes de que llegara toda la tropa. Puso música, preparó su mate infaltable y a las diez, ahora sí, subió la persiana.
Termina la hora de la comida.
Da la bienvenida a las mujeres que llegan al turno de la tarde. Se instalan rápido. Agarran tijeras, patrones, hilos y telas. Charlan. La risa llega a toda prisa.
Mientras, Silvina escribe, organiza, planifica presupuestos, calendarios, edita videos…
Es como una mujer pulpo que toca todo.
***
La noche aparece tarde, muy tarde. Las terrazas están llenas, le quitan suelo al peatón. En las mesas aparecen arroces cubiertos por carnes coloreadas. Unos panes casi redondos pasan de mano en mano. La gente canta, ríe, fuma, come, brinda. Los ravaleros caminan lento. Los de otros barrios caminan rápido. Los turistas no saben a dónde más ir.
En las esquinas se juntan tribus urbanas. Hablan su propio idioma, de los trescientos que escucho en la ciudad.
Hay gente que hace cola para comer un bocadillo estilo marroquí con papas fritas, atún, betabel, zanahoria, aceitunas, tomate, mayonesa y sal.
Otros coleccionan cervezas, tés verdes con menta, chais y licuados de plátano con aguacate.
Otros solo aparecen para mirar. Hablan para adentro.
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