Entrevista con la escritora, periodista y pedagoga colombiana Yolanda Reyes.
Podría decirse que la escritora Yolanda Reyes conoció a Gabriel García Márquez desde muy joven porque las novelas del autor colombiano estaban disueltas en el ambiente. Cuando leyó Cien años de soledad a sus quince años, por ejemplo, ya había escuchado incontables veces la cumbia “Macondo” compuesta por Daniel Camino Diez Canseco e interpretada, durante toda la segunda mitad del siglo XX, por varios artistas latinoamericanos (entre esos la Billo’s Caracas Boys y Rodolfo Aicardi con Los Hispanos).
“Fue una experiencia deslumbrante”, recuerda. Aquel libro sobre estirpes condenadas en América Latina era uno de los temas de conversación más apetecidos por los miembros de su familia. En su casa, como si se tratara de un volante clandestino, circulaba de mano en mano un diagrama del árbol genealógico de los Buendía. Su padre, además, había coincidido con García Márquez en la Universidad Nacional en 1947, cuando ambos estudiaban Derecho. En honor a esos años bohemios, García Márquez le dedicaría un ejemplar de El otoño del patriarca: “A Hernando Reyes Duarte, con todos los tragos bebidos y por beber”.
Gabo estaba en el aire, repartido entre los recuerdos y las bibliotecas. Leerlo durante su juventud introdujo a Yolanda Reyes a eso que ella denomina el erotismo de la lengua. Son experiencias como estas las que hacen que una persona se apasione por la lectura. De ahí que Reyes insista en la importancia de que los niños convivan con los libros desde una edad temprana.
Esa es una pregunta cuya respuesta depende mucho de lo que consideremos como infantil. Lo infantil podría ser lo infantilizado o podría ser esa infancia que nos sigue habitando porque es un momento de la vida que nunca se va. En el mundo de los escritores y artistas, la infancia es la fuente de donde manan los sueños y los traumas, lo mejor y lo peor de nosotros. Desde ese punto de vista, creo que casi toda la literatura es infantil porque está compuesta por obras que trabajan con las experiencias que fundan nuestra vida: las primeras emociones, los primeros recuerdos…
A veces, cuando escribo para niños muy pequeños, pienso en textos que vayan a determinados lugares de la psique humana: los de la infancia primera. Por ejemplo, puedo hacer un libro que tenga repeticiones y juegos de palabras, que esté anclado en las sonoridades, la poesía y la fascinación por las palabras. Esos son elementos que forman parte de la conquista de la lengua y que participan en el desarrollo infantil. Imagínate a los dos o tres años de edad, oyendo cómo canta una lengua; se pueden escribir libros con el ritmo y las envolturas poéticas de ese canto. Los niños se fijan mucho en la materialidad de la lengua.
Los ocho, nueve y diez años. Esas son las edades en las que todavía estás muy cerca de ser niño y al mismo tiempo estás muy cerca de la pubertad. Tienes casi una capacidad adulta de lectura -en el sentido de que puedes leer de corrido varias páginas- y tu lengua se ha enriquecido en diversos niveles. En los libros para esas edades no han aflorado aún todas las preocupaciones de la vida, pero se insinúan. Aunque un niño de diez años no piensa en las relaciones de pareja desde el enamoramiento, el erotismo y la convivencia, tiene una gran cantidad de preguntas para hacerse al respecto.
En alguna ocasión, el poeta Darío Jaramillo Agudelo le preguntó a mi hija qué libro de García Márquez recomendaría para atrapar en la lectura a un muchacho de trece años. Ella, que entonces era una estudiante universitaria, le sugirió Relato de un náufrago. Ése es, sin duda, un texto de García Márquez que fascinaría a cualquier preadolescente. Como también lo haría “El verano feliz de la señora Forbes”. Ambas son historias que no fueron escritas para niños, pero que a los niños les puede fascinar por la mirada descarnada de la infancia que hay en ellas. De cualquier forma, también creo que cada lector y cada libro se encuentran en el momento en que deban hacerlo. Para un adolescente, Cien años de soledad podría ser una alucinación. Para mí lo fue. Sin embargo, otro lector podría vivir una experiencia distinta. Por eso no suelo regalarles libros a las edades, sino a las personas. A mi juicio, muchos de los libros de García Márquez son libros que le hablan a un joven que está despertando a la adultez.
Los puede instruir en el derecho a la belleza. La nuestra es una lengua hermosa y la obra de García Márquez es una expresión inusual del ejercicio de la lengua. Todos necesitamos modelos hermosos y sobresalientes del uso de la lengua. Por otro lado, creo que, en medio de la globalización y las transformaciones identitarias de estos tiempos, libros como Cien años de soledad continúan diciendo cosas que están en el fondo de las estirpes de América Latina, cosas que muestran lo que es ser latinoamericano y pertenecer a un lugar. Eso lo dice Gabo de una forma en la que todavía no lo ha dicho nadie.
Dejando que sean ellos quienes escojan los libros. A los niños hay que envolverlos en palabras, músicas y el canto de la voz, que es el canto de la literatura. Creo mucho en las canciones de cuna, en los padres que les hablan constantemente a sus hijos, en los libros que pueden tocarse desde la primera infancia, esos que se pueden morder y se guardan en una biblioteca pequeña dentro de la casa. En mi obra La poética de la infancia hablo del “triángulo amoroso” conformado por el abrazo entre el niño, el libro y el adulto. Mientras un adulto le lee a un niño, el niño está viendo su cara y está viendo al libro. Por la cara del adulto que lee desfilan las emociones del libro y el niño va aprendiendo. Es muy importante la conexión visceral que allí sucede.
Sí. Después, cuando el niño aprende a leer alfabéticamente (un rito difícil porque es expulsado de la oralidad y del asombro por la palabra hablada), el adulto debe seguir acompañándolo en sus lecturas, cerciorarse de que los libros estén cerca y procurar que en la casa también haya momentos para leer. Las casas de ahora, llenas de ruidos, timbres y pantallas, a veces no ofrecen las condiciones propicias para los encuentros con los libros.
Dejar que los niños se expresen con códigos, incluso antes de que lleguen a la presión de la lengua escrita. Por ejemplo, cuando un niño le escribe una carta al Ratón Pérez mediante jeroglíficos y pictogramas; eso es un tipo de escritura y debería valorarse, pues en el fondo expresa la necesidad de decir algo. Es bueno hacerle saber al niño que ya es un escritor porque puede comunicar cosas y crear un mundo a partir de unos signos. Si recibe ese reconocimiento, poco a poco, cuando llegue el momento en que aprenda la lengua, va a acercarse a ella. Se trata de hacer que el niño no considere a la lengua escrita como una plana escolar.
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