Centro Gabo | La vuelta a Europa en 12 cuentos de Gabriel García Márquez
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La vuelta a Europa en 12 cuentos de Gabriel García Márquez

Un tour por varias ciudades de Europa a partir de los Doce cuentos peregrinos.

Centro Gabo

El 20 de julio de 1992, durante la inauguración del pabellón colombiano en la Exposición Universal de Sevilla, Gabriel García Márquez presentó Doce cuentos peregrinos, su último libro de relatos tras Los funerales de la Mamá Grande, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, y Ojos de perro azul (la compilación de sus primeros relatos publicados en El Espectador). El escritor colombiano llegó al edificio Plaza de América vestido de la misma manera como recibió el Premio Nobel de Literatura: con un liqui-liqui blanco. Su presencia alborotó tanto al público que fue necesaria la intervención de la policía para mantener el orden, especialmente alrededor de la mesa donde García Márquez se sentó a autografiar los ejemplares de su nuevo libro.

De acuerdo con el prólogo que escribió el propio autor, la idea de escribir estos cuentos le surgió en Barcelona a principios de los setenta del siglo anterior, cuando tuvo una pesadilla sobre su muerte que le hizo tomar conciencia de su identidad. “Pesé que era un buen punto de partida para escribir sobre las cosas extrañas que les suceden a los latinoamericanos en Europa”, escribió.

El proceso de escritura duró dieciocho años e implicó varias purgas: de las sesenta y cuatro historias originales, tan solo sobrevivieron treinta, y al cabo de unos años, esas treinta se redujeron a dieciocho. Finalmente, luego de un arduo proceso de edición, García Márquez acabó escribiendo doce. Durante este tiempo, varios de los cuentos definitivos fueron narrados en películas, notas de prensa y series de televisión. “Lo que nunca preví fue que el trabajo de prensa y de cine me cambiaría ciertas ideas sobre los cuentos, hasta el punto de que al escribirlos ahora en su forma final he tenido que cuidarme de separar con pinzas mis propias ideas de las que me aportaron los directores durante la escritura de los guiones”, afirmó Gabo en su prólogo.

De manera que el peregrinaje de los Doce cuentos peregrinos ocurre en dos frentes: primero, en el formato narrativo, con sus historias que transitan del periodismo al cine y del cine a la literatura. Y, segundo, en la geografía donde se mueven los personajes: cada uno de los doce relatos se desarrolla, al menos, en un país de Europa y es protagonizado, como ya se ha mencionado, por hombres, mujeres y niños originarios de América Latina. Las ciudades que se mencionan en el libro coinciden con ciudades que García Márquez visitó en algún momento de su vida y que fueron indispensables para su formación cultural.

En el Centro Gabo te hacemos un tour por Europa a partir de los Doce cuentos peregrinos:

 

“Buen viaje señor presidente”

GINEBRA

Ginebra

 

Es el cuento que inicia el libro. García Márquez comenzó a escribirlo en junio de 1979 a partir de sus recuerdos sobre su primer viaje Ginebra en julio de 1955, cuando trabajaba como corresponsal en el extranjero del periódico El Espectador y fue enviado a Suiza a cubrir la Cumbre de los Cuatro Grandes. Trata de un viejo y enfermo presidente de un país del Caribe que se exilia en Ginebra mientras busca la manera de volver a su patria. Durante la estancia en la ciudad, es atendido por dos humildes compatriotas: Homero Rey y su esposa, Lázara Davis. Los esposos lo cuidan como si fuera su “hijo mayor”, hasta que el presidente decide regresar a su país y tratar de hacerse con el poder.

 

Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.

     —Esas flores no son de Dios, señor —le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.

     Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian.

 

“La santa”

ROMA

Roma

 

Antes de su aparición en los Doce cuentos peregrinos, “La santa” fue una historia que García Márquez contó en el periodismo y el cine. El argumento del padre que viaja a Roma para solicitarle al Papa la canonización de su hija (cuyo cadáver permanece incorrupto después de varios años) se publicó como una nota de prensa el 23 de septiembre de 1981, bajo el título de “La larga vida feliz de Margarito Duarte”. Luego, en 1988, se convirtió en “Milagro en Roma”, una película de 76 minutos dirigida por Lisandro Duque Naranjo a partir de un guion escrito por el propio García Márquez.

 

Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calvario con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo, por el más hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.

     Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.

 

“El avión de la bella durmiente”

PARÍS

París

 

Un relato corto inspirado en la obra de otro ganador del Premio Nobel de Literatura: La casa de las bellas durmientes, del japonés Yasunari Kawabata. García Márquez lo publicó como nota de prensa el 22 de septiembre de 1982 y, diez años después, hizo unas pequeñas modificaciones narrativas para la versión del cuento. La trama gira en torno a un viajero que queda fascinado con la mujer que se sienta a su lado en un vuelo de París a Nueva York. París, en el texto, es la del aeropuerto Charles de Gaulle.

 

Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

     Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

     —Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.

     Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.

     —Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.

     —Cuatro.

     Su sonrisa tuvo un destello triunfal.

     —En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.

     Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.

 

“Me alquilo para soñar”

VIENA

Viena

 

El cuento de Frau Frida, una colombiana que se gana la vida en Austria interpretando sueños para una familia rica. La mujer está inspirada en otra que el autor conoció cuando viajó a Viena el 21 de septiembre de 1955. La llamaban Frau Roberta, provenía de Colombia –específicamente de un pueblo cercano a Armenia– y decía ser la única persona en el mundo que trabajaba durmiendo, ya que se alquilaba para tener sueños premonitorios. Como muchas de las historias de Doce cuentos peregrinos, García Márquez la publicó primero como nota de prensa (el 7 de septiembre de 1983) y un serial de televisión que se estrenó en 1991 con guiones del propio Gabo y la dirección de Ruy Guerra.

 

La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.

     Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso, del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida.

 

“Solo vine a hablar por teléfono”

ZARAGOZA/ BARCELONA

Barcelona 2

 

Escrito como una metáfora de los horrores causados por la incomunicación, “Sólo vine a hablar por teléfono” también puede leerse como un thriller sicológico emparentado con películas como One Flew Over the Cuckoo's Nest (“Atrapado sin salida”, en Hispanoamérica) y Shutter Island (“La isla siniestra”). La historia la protagoniza María de la Luz Cervantes quien, en una tarde lluviosa, termina refugiándose en un autobús que la conduce hacia un hospital de enfermas mentales en donde es internada por culpa de un malentendido. La película María de mi corazón (1979), escrita por García Márquez y dirigida Jaime Humberto Hermosillo, se basa en el mismo argumento. 

 

Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto departamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.

     En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.

     De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podría ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Restaba tan contraído que se olvidó de darle comida al gato.

     Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago.

 

“Espantos de agosto”

AREZZO

Arezzo

 

“Espantos de agosto” relata la historia de una familia que pasa la noche en un castillo embrujado en la campiña toscana (Italia). De acuerdo con su actual morador, el escritor Miguel Otero Silva, en la segunda planta de ese castillo ronda el fantasma de Ludovico, el dueño original de la propiedad, quien siglos atrás apuñaló a su esposa en el lecho donde acababan de amarse y luego se suicidó azuzando a sus perros de presa para que lo despedazaran. A los nuevos inquilinos les toca convivir con los eventos paranormales producidos por aquella alma en pena.

 

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor cabe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

     (…)

     Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

 

“María Dos Prazeres”

BARCELONA

Montjuic

 

En “María Dos Prazeres, García Márquez escribe sobre una prostituta latinoamericana de setenta y seis años que, presintiendo su muerte, resuelve comprar una tumba en el cementerio de Montjuic, lo suficientemente elevada sobre el nivel del mar para que no se inundara durante los aguaceros. La historia recrea los alrededores de Gracia, un pueblo catalán absorbido por el crecimiento de Barcelona.

 

Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tumba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura vacía para que siguiera haciéndolo por costumbre después de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo solo.

     El domingo del ensayo final, a las tres de la tarde, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ramblas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.

     «Dios mío», suspiró.

     «Qué solo se ve».

     Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuic. 

 

“Diecisiete ingleses envenenados”

NÁPOLES

Nápoles

 

Es la historia de Prudencia Linero, una viuda de Riohacha que se propone ver al Papa después del fallecimiento de su marido. En esa aventura, cuyo destino final es Roma, pasa la noche en Nápoles y allí presencia la muerte de diecisiete turistas ingleses que ingieren durante la cena una sopa de ostras envenenadas.

 

Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.

     El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.

     Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida.

 

“Tramontana”

CADAQUÉS/ BARCELONA

Cadaqués

 

El primero de febrero de 1984 se publicó en El País de España y El Espectador de Colombia el artículo “Tramontana mortal”, el mismo que ocho años después y con diversas modificaciones estructurales, pasó a formar parte de los Doce cuentos peregrinos, aunque esta vez sin el adjetivo “mortal” en su título. En el relato, García Márquez reflexiona sobre un “viento pavoroso” que sopla sobre Cadaqués en ciertas épocas del año y que produce en las personas reacciones tristes, imprevisibles y contaminadas por “los gérmenes de la locura”.

 

Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.

     Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.

     —Es la tramontana —me dijo—. Antes de una hora estará aquí.

 

“El verano feliz de la señora Forbes”

SICILIA

Sicilia

 

“El verano feliz de la señora Forbes” se ambienta en la isla Pantelaria, en el extremo meridional de Sicilia, y narra la tensión entre dos hermanos latinoamericanos y la señora Forbes, una depresiva y estricta institutriz de origen alemán. Cansados de su régimen disciplinario, los hermanos planean –con sangre fría– el envenenamiento de la institutriz. Si la muerte de esa mujer se da en otras circunstancias, es por la repentina irrupción de un enamorado que le asesta veintisiete puñaladas mortales. Con esa historia, García Márquez escribió el guion de El verano de la señora Forbes, largometraje estrenado en 1988 bajo la dirección de Jaime Humberto Hermosillo.

 

Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelaria, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los fondos dormidos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos soñolientos que le estorbaban para caminar, pero ella decía que no los soportaba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distinguir las algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba durante el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pescados y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos llevaba a cazar las ratas de monte, grandes como conejos, que acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dormir con el estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel estorbo era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.

 

“La luz es como el agua”

MADRID

Madrid

 

La historia de dos niños latinoamericanos que viven en Madrid y se aficionan a navegar en los haces de luz como si fueran chorros de agua. Para ello rompen las bombillas del departamento y esperan a que la luz vaya inundando poco a poco la sala. Un día, en compañía de sus compañeros del colegio, rompen tantos bombillos al mismo tiempo que terminan ahogándose después de inundar toda la casa. García Márquez concibió este cuento en 1970, cuando su departamento sufrió un daño eléctrico durante una tertulia con sus amigos. La anécdota la registró la periodista argentina Rita Guibert en una entrevista de 1971. “En Barcelona, una noche, había gente en mi casa y se fue la luz. Como el daño era local, llamamos a un electricista. Mientras él arreglaba el desperfecto, yo, que lo alumbraba con una vela, le pregunté: «¿Cómo diablos es este daño de la luz?». «La luz es como el agua –me dijo–, se abre un grifo, sale, y al pasar marca un contador». En esa fracción de segundo se me ocurrió, completico, completico, el cuento” contó Gabo.

 

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

     (…)

     Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

 

“El rastro de tu sangre en la nieve”

MADRID/ PARÍS

París

 

La tragedia de Billy Sánchez de Ávila y Nena Daconte, una pareja de esposos recién casados que deciden pasar la luna de miel en París. Es una triste historia de amor que comienza en Cartagena y acaba en Europa, con un frenético viaje por carretera entre Madrid y la capital francesa. Según cuenta Gerald Martin, uno de los biógrafos del escritor colombiano, el drama de amor contrariado entre Nena Daconte y Billy Sánchez de Ávila y su desenlace fatal en París está inspirado en un romance real que García Márquez mantuvo con la actriz española Tachia Quintana en 1956. El entonces autor de La hojarasca sufría el desempleo y la falta de dinero en una París donde se sentía perdido y consumido por la incertidumbre.

 

En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras de papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco, pero de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.

     —Estamos casi en la puerta de Orleáns —dijo—. Sigue de frente, por la avenida del General Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.

     Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y motocicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.

     Sólo para salir de la glorieta de León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la medianoche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios, y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfert-Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.

 

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