La influencia del bolero en la vida y obra de Gabriel García Márquez.
Como a muchas familias pobres de antes y de ahora, a la de Gabriel García Márquez también le cortaban la luz. Era 1939. El matrimonio conformado por Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez acababa de mudarse a Barranquilla, específicamente a una vieja casa en Barrio Abajo. Al padre no le iba bien en sus negocios (había abierto una farmacia en el centro de la ciudad) y la madre tenía que lidiar con seis hijos y el embarazo del que ya venía en camino. Así que era cuestión de tiempo para que el dinero se esfumara o cambiara de forma como en las tiras cómicas en las que los billetes se transforman en mariposas al salir de los bolsillos.
Bajo esas circunstancias, no era extraño que se venciera el recibo de la electricidad. En las noches, mientras los vecinos gozaban de sus bombillas incandescentes, los García Márquez se congregaban en el patio a oscuras. Esos eran los momentos en los que Gabriel y Luis Enrique, los dos hijos mayores, cantaban boleros para distraer a la familia. Se sabían todo el repertorio de Miguelito Valdés con la Orquesta Casino de la Playa y el de Toña la Negra cuando entonaba las letras de Agustín Lara. Aunque en la casa no podían darse el lujo de comprar una radio, habían memorizado aquellas canciones gracias a la radio que había en la tienda de la esquina. Quienes alguna vez los escucharon cantar, decían que tenían los oídos de un músico y las voces adecuadas para astillar corazones con dos o tres serenatas.
A partir de la una de la tarde, los hermanos iban a la tienda y se sentaban en una banca a oír La Voz de la Patria. En esa estación transmitían su programa de radio favorito, “La hora de todo un poco”, dirigido por el cantante y compositor Ángel María Camacho y Cano. Cada cierto tiempo, en aquel programa se realizaba un concurso de canto para aficionados menores de quince años con un premio de 5 pesos a la mejor interpretación. Camacho y Cano acompañaba en el piano a los concursantes y un asistente suyo los descalificaba tocando una campana cuando cometían el primer error.
La madre de Gabriel García Márquez confiaba tanto en el talento de su hijo que un día decidió inscribirlo. Gabriel, que entonces tenía doce años, fue solo a las oficinas de la emisora, esperó su turno y cantó “Los cisnes”, del dúo musical Garzón y Collazos. En la segunda estrofa se equivocó de nota y el asistente de Camacho y Cano lo interrumpió con su campana. Una niña que cantó un fragmento de Madama Butterfly se llevó el premio en esa ocasión. “Volví a casa abrumado por la derrota y nunca logré consolar a mi madre de su desilusión”, escribió García Márquez en sus memorias, Vivir para contarla. “Pasaron muchos años antes de que ella me confesara que la causa de su vergüenza era que había avisado a sus parientes y amigos para que me oyeran cantar, y no sabía cómo eludirlos”.
La experiencia habría callado para siempre a otra persona, pero no a él. Tres años después, cuando su familia ya se había mudado a Sucre, aprendió a tocar el tiple y junto a Luis Enrique siguió cantando boleros al pie de las ventanas de las adolescentes. El futuro Premio Nobel de Literatura estaba más cerca de Daniel Santos que de William Faulkner.
Cantar boleros le sirvió a García Márquez hasta para obtener una beca de estudios. En 1943 su padre lo envió a Bogotá con el propósito de aplicar a una de las trescientas cincuenta becas que el Ministerio de Educación Nacional ofrecía a todos los estudiantes del país. En esa época, el viaje a la capital desde la región Caribe solía hacerse a través del río Magdalena y duraba cinco días si el caudal de las aguas era bueno. García Márquez se desplazó de Sucre al puerto fluvial de Magangué y ahí subió al David Arango, un barco de vapor cuyo último destino era Puerto Salgar.
En el trayecto se hizo amigo de un trío de estudiantes que entonaba boleros en la cubierta. Al grupo le sobraba un tiple, de suerte que García Márquez encontró la excusa perfecta para unírsele. Cantaba desde que caía el sol hasta el amanecer. Fue una rutina que le permitió sobrellevar la ociosidad. En su autobiografía, cuando se detuvo a describir este momento, concluyó con una frase que también pronunció el anciano sabio de Memoria de mis putas tristes: “el que no canta no puede imaginarse lo que es el placer de cantar”.
En Puerto Salgar, García Márquez se montó en un tren. A su lado se sentó un hombre joven, casi calvo, que también había viajado en el David Arango.
— Necesito que me copies la letra de un bolero que cantaste y que me gustó mucho —le dijo mientras tarareaba la canción—. Es para una novia que tengo en Bogotá.
García Márquez lo escribió en una hoja de papel y, presumiendo sus virtudes de bolerista, se lo enseñó a cantar. Como recompensa, además de las gracias, aquel hombre le dio un ejemplar de El doble, un libro de Dostoievski que García Márquez había querido leer desde hacía mucho y que había intentado robar sin éxito en una librería de Barranquilla.
Cuatro días más tarde, en Bogotá, García Márquez estaba haciendo la interminable fila para inscribirse en el concurso de becas del Ministerio de Educación Nacional, cuando ese mismo hombre lo saludó efusivamente, lo agarró por el brazo y se lo llevó a su oficina. Resulta que era Adolfo Gómez Támara, director nacional de becas del Ministerio de Educación Nacional. El funcionario les dijo a sus colegas que García Márquez era “el cantante más inspirado de boleros románticos” y ordenó que lo inscribieran en el concurso.
— No estamos burlando ninguna instancia —le advirtió medio en serio, medio en broma— sino rindiendo tributo a los dioses insondables de la casualidad.
Para aspirar a la beca, García Márquez debía primero aprobar un examen. La noche anterior a la prueba salió con el trío musical del David Arango a una cantina en el barrio de las Cruces y cantó boleros hasta muy tarde a cambio de chicha de maíz. Por consiguiente, hizo el examen mareado por la resaca. Pero no le fue mal. Los estudiantes músicos le dijeron que había sido por “el milagro de la chicha”. Si eso es cierto, habría que afirmar que la chicha llegó a su boca porque de su boca salieron algunos boleros.
Debido a ese puntaje aceptable, Gómez Támara lo envió al Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá. Allí, cantar boleros siguió sirviéndole para ganar cosas. La asignatura de Inglés, por ejemplo. A García Márquez le costaba entender al profesor, pero cantaba boleros con él en los recreos. “Hice lo mejor que pude en los sopores de las clases y en el examen final”, confesó varias décadas después, “pero creo que mi buena calificación no fue tanto por Shakespeare como por Leo Marini y Hugo Romani, responsables de tantos paraísos y tantos suicidios de amor”.
“Perniciosa o no la influencia de los boleros es evidente. No hay situación sentimental, por complicada y diferente que ella sea, que no tenga su bolero prefabricado, propio para ser puesto como una camisa de fuerza en el corazón”.
La frase la escribió García Márquez en una columna titulada “Llevarás la marca” que publicó en El Heraldo el 30 de septiembre de 1950. Tenía veintitrés años. A los cincuenta y siete, con el Premio Nobel en sus manos, todavía seguía creyendo que el bolero era un género que se adaptaba a todas las emociones humanas. Incluso lo encontraba subversivo. “El bolero expresa sentimientos y situaciones que a mí me conmueven y que sé que a muchísima gente de mi generación la conmovió. Un bolero puede hacer que los enamorados se quieran más. Lograr que los enamorados se quieran más, aunque sea un momentico, es culturalmente importante, y si es culturalmente importante es revolucionario”, dijo en una entrevista concedida a la revista Opina en 1984.
Su obsesión por los boleros le provocó unas ganas irreprimibles de componer alguno. En 1980 intentó hacerlo junto a Armando Manzanero. Él escribiría la letra y el célebre bolerista mexicano pondría la música. Sin embargo, tras un año de arduo trabajo, no pudo concretar su labor. Manzanero le propuso que sólo diera el argumento y él lo versificaba, pero García Márquez se negó porque su sueño era escribir el bolero completo. “Es lo más difícil que hay”, se excusó ante un periodista cubano. “Poder sintetizar en las cinco o seis líneas de un bolero todo lo que el bolero encierra es una verdadera proeza literaria”.
Silvio Rodríguez también quiso ayudarlo. García Márquez le dio el argumento de la canción y Silvio le devolvió un casete con la métrica, el número de sílabas que debían tener los versos y algunas terminaciones de cada rima. Todo fue en vano. Al novelista colombiano no le salía el bolero.
A modo de revancha escribió luego El amor en los tiempos del cólera y definió aquella novela como un bolero sobre amores contrariados de cuatrocientas páginas. Algo parecido había hecho con Cien años de soledad y El otoño del patriarca, libros que asoció con un vallenato y un concierto para piano de Béla Bartók, respectivamente. En el drama de Florentino Ariza y Fermina Daza, la aparición de los boleros ambienta el amor discreto que va creciendo entre los protagonistas y le da un trasfondo emocional a eso que los críticos literarios han denominado el triunfo del eros sobre la muerte:
La víspera de la llegada hicieron una fiesta grande, con guirnaldas de papel y focos de colores. Escampó al atardecer. El capitán y Zenaida bailaron muy juntos los primeros boleros que por esos años empezaban a astillar corazones. Florentino Ariza se atrevió a sugerirle a Fermina Daza que bailaran su valse confidencial, pero ella se negó. Sin embargo, toda la noche llevó el compás con la cabeza y los tacones, y hasta hubo un momento en que bailó sentada sin darse cuenta, mientras el capitán se confundía con su tierna energúmena en la penumbra del bolero.
Desde la publicación de la novela en diciembre de 1985, los boleros empezaron a colarse en la obra narrativa de García Márquez con el objetivo de expresar a través de la música lo que los personajes sentían en el corazón. En La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, Littín no calcula en metros ni en minutos la distancia y el tiempo recorridos dentro de una camioneta, sino que se basa en el número de boleros que suenan en la radio durante el trayecto. En Noticia de un secuestro, el doctor Pedro Guerrero bebe un vaso de whisky y sintoniza los boleros de Radio Recuerdos para combatir el insomnio que le produce el secuestro de su esposa, Beatriz Villamizar. En un segmento de Memoria de mis putas tristes, el anciano sabio siente que vive al oír un bolero de Toña la Negra en la radio y en otra ocasión siente que va a morirse cuando oye, a todo volumen, la voz de Pedro Vargas cantando un bolero de Miguel Matamoros.
“Hablar de música sin hablar de los boleros es como hablar de nada”, escribió García Márquez en una columna publicada en El Espectador el 1 de diciembre de 1982. Si se tiene cuidado y un buen espíritu de bolerista, la vida bien podría reemplazar en esa frase el espacio donde está escrita la palabra música.
En el Centro Gabo queremos conmemorar los nueve años de la muerte de Gabriel García Márquez. Para ello hemos seleccionado once boleros que se relacionan con su obra literaria y periodística. Los compartimos contigo:
Sin duda alguna, mi bolero preferido es ‘Perfidia’
“Habla Gabo”. Entrevista concedida a la revista Semana, Bogotá, 13 de mayo de 1985.
En el traspatio, donde empezaba el bosque de árboles frutales, había una galería de seis alcobas de adobes sin repellar, con ventanas de anjeo para los zancudos. La única ocupada estaba a media luz, y Toña la Negra cantaba en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: ‘El bolero es la vida’. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo
Memoria de mis putas tristes, 2004.
José Romero, un romántico seductor de Caracas, parece haber ido mucho más lejos en esto del aprovechamiento práctico de los boleros, Romero -según lo afirma el mensaje cablegráfico- tenía varías novias en la capital venezolana, a cada una de las cuales había entregado, en prueba de amor perdurable, las iniciales de su nombre, lo cual no tendría absolutamente nada de particular si se hubiera ceñido a los métodos clásicos de esas iniciales románticamente bordadas en la esquina de un pañuelo o grabadas a filo de navaja enamorada en la corteza de un árbol. Pero Romero no debe ser un lector de poemas sentimentales, sino el más sentimental de los oyentes de boleros, y que no pudo encontrar un sitio más propicio para estampar sus iniciales que la frente de sus entregadizas y múltiples amadas
“Llevarás la marca”. El Heraldo, 30 de septiembre de 1950.
Como distracción para estos días de calor, se me ocurre un acertijo interesante: saber cuántas veces ha girado sobre sí mismo el disco en que fue grabado el bolero ‘Hipócrita’, tanto en las emisoras como en los innumerables Wulitzers de la ciudad. Si se tiene en cuenta el tiempo que dura el martirio musical, se obtendrá el número de vueltas que ha dado cada disco, lo cual, multiplicado por las veces que ese mismo disco ha sido seleccionado durante un día y por la cantidad de discos que tiene la ciudad se habrá obtenido un promedio que, a su vez, multiplicado por los sesenta días (aproximadamente) que lleva la modernidad de la pieza y agregando un tanto por ciento a buena cuenta de los sábados y domingos, dará una cifra indudablemente monstruosa que muy posiblemente haría descender la temperatura de la ciudad
“Sencillamente hipócrita”. El Heraldo, 25 de mayo de 1950.
Un poco antes de retirarnos, un marinero norteamericano se acercó a la mesa y le pidió permiso a Ramón Herrera para bailar con su pareja, una rubia enorme, que era la que menos bebía y la que más lloraba -¡sinceramente!-. El norteamericano pidió permiso en inglés, y Ramón Herrera le dio una sacudida, diciendo en español: ‘¡No entiendo un carajo!’ Fue una de las mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en la cabeza, radiopatrullas y policías. Ramón Herrera, que logró ponerle dos buenos pescozones al norteamericano, regresó al buque a la una de la madrugada, imitando a Daniel Santos. Dijo que era la última vez que se embarcaba. Y, en realidad, fue la última
Relato de un náufrago, 1955.
Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años
Memoria de mis putas tristes, 2004.
La víspera de la llegada hicieron una fiesta grande, con guirnaldas de papel y focos de colores. Escampó al atardecer. El capitán y Zenaida bailaron muy juntos los primeros boleros que por esos años empezaban a astillar corazones. Florentino Ariza se atrevió a sugerirle a Fermina Daza que bailaran su valse confidencial, pero ella se negó. Sin embargo, toda la noche llevó el compás con la cabeza y los tacones, y hasta hubo un momento en que bailó sentada sin darse cuenta, mientras el capitán se confundía con su tierna energúmena en la penumbra del bolero
El amor en los tiempos del cólera, 1985.
Es posible que ahora Rita se haya dado cuenta de que es ya muy poco lo que puede exigir. Sabe que la juventud se va -sin que ello signifique en modo alguno que lo supo por un bolero- y que quien todo lo hizo a base de juventud, debe tener al menos la inteligencia de recordarlo a tiempo
“Rita se dispone a envejecer”. El Heraldo, 28 de marzo de 1952.
Hace pocos años perdí la amistad de algunos escritores sin sentido del humor porque declaré en una entrevista -pensándolo de veras- que uno de los más grandes poetas actuales de la lengua castellana era mi amigo Armando Manzanero
“Bueno, hablemos de música”. El País, 30 de noviembre de 1982.
Por instrucciones de la dueña llegué desde entonces por la calle de atrás, del lado del acueducto, para que nadie me viera entrar por el portón del huerto. El chofer me previno: ‘Cuidado, sabio, en esa casa matan’. Le contesté: ‘Si es por amor no importa’. El patio estaba en tinieblas, pero había luces de vida en las ventanas y un revoltijo de músicas en los seis cuartos. En el mío, a volumen más alto, distinguí la voz cálida de don Pedro Vargas, el tenor de América, con un bolero de Miguel Matamoros. Sentí que iba a morir
Memoria de mis putas tristes, 2004.
El maestro me hizo una prueba rápida con el piano para establecer mi tono de voz. Antes llamaron a siete por el orden de inscripción, les tocaron la campana a tres por distintos tropiezos y a mí me anunciaron con el nombre simple de Gabriel Márquez. Canté ‘El cisne’, una canción sentimental sobre un cisne más blanco que un copo de nieve asesinado junto con su amante por un cazador desalmado
Vivir para contarla, 2002.
Entrevista con el periodista e investigador catalán Xavi Ayén.
Dieciocho obras con las que Gabriel García Márquez enriqueció su té...
Después de un aguacero en Cartagena, un Gabo enfermo de neumonía le...
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