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Una cucharadita de azúcar sobre el casabe

 

Autora: María José Martínez

Redacción Centro Gabo

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Para Sara

Lo que está en nuestra memoria corre el riesgo de perderse si no lo escribimos. Y aquí estoy, convirtiendo desesperadamente mi pensamiento en palabras escritas. Tecleo con ligereza, intentando hacerle una treta al olvido.

¿Saben qué es el casabe? Es un alimento redondo, como una arepa, pero más seco, granuloso y delgado, es crujiente, blanco, a veces con manchas tostadas. Su sabor es sencillo, pero no insípido. Está hecho a base de yuca amarga, brava, que es veneno si no se sabe tratar. Y, sin embargo, nuestros antepasados aprendieron a rallarla, a prensarla, extrayéndole el jugo venenoso, dejándola apta para su consumo. 

Las manos achocolatadas de una mujer se aproximan con una porcelana azul entre los dedos. En la cocina, la paila caliente la espera. Atiza el fogón leña. Tararea una canción. No sé bien cuál, mis oídos no pueden descifrarlo ni mi memoria recordarlo, estoy atrapada, pero la veo y miro sus manos, húmedas, salpicadas de virutas blancas. Se limpia con el trapo de cocina: un suéter verde de algodón, desgastado, manchado de negro. Extiende la masa en círculos delgados. Espera. Espera un poco más. Busca una cuchara de mango largo. Pone su mano izquierda en su cintura creando una pequeña curvatura hacia sus caderas. Ahora, hay que voltearlo -dice-, mientras levanta el casabe todavía flexible por uno de los costados. 

1990

Las tortolitas llegaron de visita a la terraza. Posadas sobre el filo de las rejas negras entonaron su canto. Los rayos tibios del sol se colaban por los ventanales de vidrio aún cerrados. La casa de Sara estaba dormida, las paredes esperaban que ella abriera las cortinas para sacudirse el sueño. El café ya hervía. En bata, de puntos negros, y descalza sobre la fría baldosa, fue a la cocina a apagar el fogón. El café hervía y su olor ya se había esparcido por toda la casa. Cerró los ojos y respiró profundamente, manteniendo el pecho inflado por un segundo, reteniendo tan sólo un poco más para sus receptores sensoriales aquel aroma. Sirvió el tinto en un pocillo de loza. Buscó tanteando con las manos en la alacena la bolsa con casabes. Encontró el empaque de plástico transparente. Sacó uno, le arrancó un bocado y lo introdujo en su boca. Su lengua sintió el tacto arenoso y seco. Dio un sorbo al café humeante, que se mezcló en la boca con los trozos de casabe triturado. Puso el resto sobre el pocillo con café sacudiendo la arenilla blanca de sus dedos.

2008

Por la tarde la casa se llena de voces y espumas. Las mecedoras de palito se alinean bajo la sombra del palo de mango en la terraza. La abuela Sara sale de la cocina a encontrarse con la casera que ha llegado a entregarle los casabes del día. No ha terminado la compra cuando la nieta dice:

—Abuela, abuela, dame casabe.

—Ya va, mija —responde la abuela, y alzando la voz, ordena—: ¡Monten el café!

Da el primer bocado. Necia, alega que no le gusta su simpleza. La abuela va a la cocina, toma el frasco de la azúcar. Con una cuchara pequeña, saca un poco y la espolvorea sobre el casabe de la nieta, quien, feliz, regresa a la terraza. Se sienta en el bordillo. Da otro bocado. 

Los casabes de ahora no son como los de antes. Antes eran más grandes; ahora son más pequeños. Había caseras que los vendían de casa en casa. Hoy se consigue en supermercados y centros comerciales. En Cartagena, aún pueden conseguirse en el Portal de los Dulces y en algún restaurante que lo ha incluido dentro de su menú. El casabe se comía con frecuencia. Hoy día ya no tanto, por lo que cuando se consigue, se le observa con una mezcla de admiración, nostalgia y extrañeza. 

2024

Inicio de año. Una jovencita cartagenera, que lleva años sin probar, oler ni ver el casabe, se sienta a la mesa de un restaurante en el centro histórico de Cartagena. Pide un ceviche de pescado con camarones. Pasan algunos minutos, no muy largos, disipados por una conversación entretenida. 

Le traen el plato que pidió. ¡Sorpresa! El ceviche estaba acompañado de casabes. 

—¡Anda, mira, casabe! —exclama. 

Procede, cual niña chiquita, a devorar los trozos del pan de los dioses. En su lengua se arma una fiesta. Es un sabor cercano. La memoria alimentaria despierta. Brotan los recuerdos de Sara comiendo café, del casabe con azúcar espolvoreada por encima. Se hace una espiral en el pensamiento. 

El casabe me recuerda al primo perdido, ese que hay en todas, o en casi todas, las familias. El primo que se mudó y que ya casi no se le ve, pero del que aún se pregunta. Me imagino que el casabe es ese primo. 

Podríamos darle forma, dotarlo de un cuerpo, un rostro, elegir su tipo de cabello. Usted, lector, podría hacerlo; yo hago lo mismo mientras escribo. Pero me lo reservo, no quiero sesgar su descripción del casabe. Ni más faltaba. 

Me imagino preguntando por él: 

—¿Y Casabe? ¿Dónde andará? ¿Qué le pasó? ¿Por qué no ha regresado?

Hemos dejado de buscarlo. Ya no encaja. La vergüenza tiñe al casabe como la sombra del palo de caucho reposa al caminante, lo cobija, pero en este caso, lo desintegra, volviéndolo polvo de nubes blancas esparcido en el tiempo. Nos llega lo que queda. Las migajas de los recuerdos y las añoranzas del pasado que dan tumbos y pasos agigantados, como monstruos de goma tratando de absorber cuanto está a su paso, pero por más que insista, no puede hacerle frente a otro monstruo más grande, hecho de piezas metálicas y cemento. 

Mientras tanto, las manos negras salpicadas de virutas blancas que resguardan la memoria pierden el pulso, sus voces se silencian bajo la tierra dejándonos ausencia. No hemos escuchado con atención lo que tienen para decir estas voces, ni mucho menos hemos escrito lo que saben. Lo que está en nuestra memoria corre el riesgo de perderse si no lo escribimos. 

El casabe nos recuerda un pasado común y, en cada bocado, nos conecta con las personas que nos enseñaron a comerlo o prepararlo. Este alimento ha resistido los embates del tiempo, quedándose con nosotros como una presencia traída de épocas distantes.  

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