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Los invasores en rapel


Autor: Pedro Plaza Salvati

Redacción Centro Gabo

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El problema comenzó la primera semana de diciembre de 2022 cuando vimos subir por el ascensor una cuantiosa cantidad de material al terrado. Luego instalaron varias bases para enganchar arneses en las paredes próximas al sobreático cubierta. La mayoría fueron anclados encima nuestro. Preguntamos a Lemu, el portero del edificio, y nos dijo que iban a hacer reparaciones tanto en la fachada frontal como en la posterior, la que nos rodea.

A nosotros nos parecía un lujo y una rareza que nuestro edificio tuviese un portero. Lemu se ha mantenido estable en su lugar de trabajo desde que llegamos. Es una persona inteligente que sabe adaptarse a las conversaciones según el interlocutor. Apenas entra en la mañana se pone el uniforme de limpieza.  Primero se dedica al área que da hacia la entrada de la calle, luego al lobby, barre los pasillos de cada planta y después sube con un paño y va dejando todo pulcro, de arriba hacia abajo. Al terminar se cambia de uniforme. Lemu es versátil. Hace muchas cosas al mismo tiempo. A menudo vemos dos tipos de letrero sobre el mueble semicircular de madera de la portería: Estoy por el edificio Regreso en 20 minutos. Es cierto que, a veces, esos veinte minutos son aproximaciones. Casi todo el año, con excepción del verano y los días festivos, se queda hasta las ocho de la tarde. Y los viernes sale dos horas más temprano; se siente feliz porque es flyday (día de volar). Un verano estuvo de ánimo algo apagado, dado que su mujer y sus niños habían viajado a Filipinas. Le daba nostalgia cuando le enviaban videos de sus familiares en la juerga del karaoke, tan popular en su país. Cuando llegó su mujer me dijo, haciendo alusión a la vieja canción romántica: No More Lonely Nights. Lemu tiene algunas ocurrencias brillantes, capta las situaciones al momento y usa la psicología con las personas. Él es un optimista empedernido pero tranquilo, sin épicas ni conmociones, sin agite ni estridencia, inmune a las molestias. Al final de la tarde saca su guitarra y se pone a tocar canciones filipinas o versiones de los Beatles. 

El 28 de agosto de 2019 a Ana y a mí nos mostraron —y ese mismo día firmamos— el alquiler de un sobreático cubierta de cincuenta y cinco metros cuadrados en el que en una época vivía el portero de este edificio construido en 1930. Podemos decir que tiene un estatus parecido al de la antigua chambre de bonne de los inmuebles parisinos. Desde la última planta a la que llega el ascensor, y luego de subir una escalera, está el pequeño piso, que es como la corona de un rey depuesto. Una corona de hojalata a la altura del terrado común entre tuberías de desagüe de aguas blancas, cables eléctricos, ductos erguidos, chimeneas que son entradas de aire natural, muchas unidades de aire acondicionado que parecen lápidas de un cementerio, y los trasteros de los pisos como grandes tumbas verticales. Ático, sobreático y sobreático cubierta. La idea de alcanzar el silencio —como la canción de Depeche Mode, Enjoy the silence— y la tranquilidad en la Barcelona de la bulla y la fiesta, luego del karma sufrido en los pisos anteriores, era una coronación íntima, sin importar el entorno físico en el que se posaba la casita. Lo cierto es que teníamos el pálpito de un futuro mejor.

La inesperada tromba de obreros se puso a armar una estructura de cientos de hierros entrecruzados en las fachadas frontal y posterior del edificio. La fachada posterior da hacia el cuadrilátero de los edificios vecinos, lo que crea una sensación de confort en cuanto a integración urbanística. En el Plan Cerdá se crearon manzanas octagonales y se incorporaron chaflanes que son el reflejo externo de una intimidad interna, con algunos patios más amplios que otros. El sobreático donde vivimos no está ubicado del lado de la fachada delantera sino más atrás, como escondido desde la calle. La pared de la habitación y del estudio donde escribo forman parte de la última extensión de la fachada trasera del edificio. Pues allí hizo aparición la inesperada brigada de acciones especiales con sus overoles crema y sus chalecos color naranja. Con el paso de los días se convirtió en una escena común ver de golpe por la ventana del estudio a alguno de los intrépidos obreros. Recordemos que estamos en la última planta que equivale a lo que sería el octavo nivel. Los teníamos tan cerca que oíamos con claridad sus conversaciones. Estos hábiles trabajadores eran en su mayoría latinoamericanos. Uno de ellos tenía el acento de Medellín que, con su musicalidad, se colaba hacia adentro del estudio cuando hablaba con sus compañeros: “Qué bacana la fiesta del domingo, marica”. Los veía desde la ventana que mira hacia el Tibidabo pegados del vidrio a una proximidad de dos metros a lo sumo desde donde escribo. El jefe de ellos era argentino y también lo escuchaba hablar e incluso llegué a verlo a menudo en distintas posiciones afuera de la ventana del estudio, porque a pesar de ser el jefe, se lanzaba por la pared en rapel: “Qué quilombo con los materiales. No seas boludo y pasame el destornillador”. Los españoles permanecían arriba dirigiendo, asistiendo, con walkie talkies o haciendo otras cosas en el terrado: “Hostias, parece que va a llover. Me cago en la madre que los parió. No nos han traído ni un puto toldo para cubrirnos”. Los ibéricos no se lanzaban en rapel, se quedaban ayudando en la operación a los latinoamericanos (el colombiano, el argentino y un par de centroamericanos cuyo acento no supe precisar; tal vez hondureños o salvadoreños, porque hablaban muy formales: “¿Usted lo que quiere es que le lance la cuerda?”). Me extrañaba no oír algún “Pana, estos carajos de la compañía son unas ratas. Ponernos a trabajar con este clima tan arrecho. Si no fuera por la peladera de bola ya me hubiera pirado de esta vaina”, de algún compatriota venezolano. Me daban muchas ganas de conversar con ellos pero me tenía que contener. Todos éramos migrantes y latinoamericanos. Prefería ser un enigma aunque ya mi cara les era familiar de tanto que me veían desde afuera. Yo representaba, tal vez, un muro de contención, como si fuese un representante de la comunidad de vecinos que los observaba para delatar posibles desviaciones.

Del lado de la ventana del estudio lanzaron y montaron desde el principio una gran malla aérea, como una red gigante para pescar sardinas que bloqueaba o hacía borrosa la vista desde el lugar de escritura. Esta casita donde conquistamos el tan anhelado silencio era nuestra última oportunidad de quedarnos en la ciudad tras los chascos que habíamos sufrido. Tantas ventanas dentro del piso y poder salir hacia la puerta del terrado da la sensación de uno haberse instalado en un gran observatorio de Barcelona. En verano, cuando se ven más estrellas, nos quedamos observando el espacio infinito, y los aviones que pasan silenciosos titilando con vida propia. Ahora estábamos acosados por todos los ángulos: desde las ventanas del estudio, de la pequeña sala-comedor, la habitación y la cocina, a lo que se agregaba el estruendo desde el terrado, las pisadas, movimientos, agitaciones justo encima nuestro, como una brigada SWAT a punto de asaltarnos. 

En la ventana con rejas de la sala-comedor tuvimos recostado durante semanas a uno de los obreros con su uniforme crema y chaqueta anaranjada. La sensación era desagradable y acuciante. Hacia afuera, a un metro de distancia, está el inicio de un hueco profundo hasta el nivel calle, como un rectángulo muy alargado y estrecho. Los equipos de aire acondicionado de los pisos del edificio bordeaban ese primer gran hueco interno, que no sé cómo denominarán los arquitectos. Ese es el único espacio despejado para colocar el arnés de escalador y, por mala suerte, queda al costado tras la pared de la sala. A veces cuando comíamos tenía la chaqueta anaranjada —color de advertencia de peligro por antonomasia— a la altura de mi hombro. 

—Esto es insoportable —sentenció Ana.

Decidimos cerrar las cortinas, lo que cambió la percepción de este lugar: de ser tan libre, iluminado y con tantas ventanas para ver hacia afuera, pasó a ser uno enclaustrado, sumidos en tal oscuridad que nos forzó a tener los bombillos encendidos a toda hora. Una gran ironía al contar con tanta luz natural afuera, además del aumento de la factura de la electricidad. 

Contiguo a la ventana de la habitación —con rejas, como la de la sala— había un espacio donde se echaban a descansar, hablar y oír música con sus espaldas contra el lado exterior de la pared del dormitorio. Y nosotros, maldición, este terrado tan grande y se empeñan en estar justo al lado del dormitorio. A veces los veía echados con el teléfono móvil oyendo canciones o viendo videos. Oíamos todo adentro de la habitación; salsa, cumbia y reguetón, desde Elvis Crespo hasta Bad Bunny. En ocasiones tocaba la ventana, ¡Ta-ta-ta-ta! y se movían de lugar. É-chen-se-pa’-llá, casi les decía con los toques sobre el vidrio.

La ventana de la cocina no tiene vista y da hacia el espacio hueco dentro del edificio que se ve desde el lobby antes de tomar el ascensor y que produce un vértigo invertido. El vacío que se forma va de nivel en nivel hasta el sobreático cubierta y, por ello, al abrir esa ventana se ve un techo como de cemento a medio camino a su vez dentro de otro techo acampanado de material más endeble que parece de poliuretano, lo que hace que cuando llueve se oiga el delicioso y relajante sonido de las gotas al golpear el material. Ese sonar nos transportaba a los días de lluvia costarricense —vivimos cinco años en Tiquicia antes de aterrizar en Barcelona — pero también nos permitía oír algunas voces desde las plantas inferiores. Y si eso era así, queda claro que, entre el techo de cemento y la lámina endeble, se colaban hacia la cocina las voces de los obreros que conversaban, muchas veces en modo grito, cuando estaban en faena y en los ratos de descanso.

Así, sin otra opción, nos vimos rodeados, cercados, atrapados, circunscritos durante semanas que se transformaron en meses. A Lemu le reportamos varios incidentes, como por ejemplo cuando aumentó el frío los obreros se echaban en el suelo, justo al lado de nuestra puerta de entrada al piso, a descansar y ver el teléfono móvil durante los recesos. Primer llamado de atención. Luego le reportamos que entraban para comer al mediodía y después se echaban en el pasillo y en las escaleras, seguido de algunos ronquidos. Segundo llamado de atención. Durante todos estos acontecimientos, a pesar de estar en pleno ascenso una nueva e inesperada ola de coronavirus —que seguramente exacerbaba la percepción de realidad alterada— los obreros no usaban tapabocas dentro del edificio. Tercer llamado de atención. Por ello colocamos una pegatina en la puerta de salida al terrado en la que se indicaba que era obligatorio el uso de las mascarillas dentro del edifico. Lemu, con su sabiduría, no dijo nada: aprobaba la pegatina. Tampoco nadie en el edificio hizo comentario alguno. Los obreros tenían que verla al abrir la puerta del terrado, que estaba en línea a nosotros, a unos cuatro metros, por donde se desplazaba la brigada cada mañana a las ocho en punto para cometer el asalto al sobreático cubierta en el que vivía aquella pareja que había encontrado a Barcelona como domicilio. Un día al llegar vi a dos de ellos sin tapabocas echados durmiendo, uno enfrente de la puerta del piso, el otro abarcaba con su cuerpo varios escalones. Me les quedé viendo un rato. Se dieron cuenta, se quedaron mudos, se levantaron y salieron sin decir nada. Cuarto llamado de atención. Entonces ocurrió un incidente que ya bordeaba el peligro; fue cuando uno de los hombres, que tenía una mirada entre dubitativa y tóxica, se asomó por la ventana de la sala-comedor, pegó su cabeza del vidrio, se llevó las manos a la cara como para taparse del resplandor y mirar hacia adentro de nuestro piso. Se quedó viendo un rato. Ana estuvo unos segundos estática de asombro. Indignada me contó que le hizo señas explícitas con las manos como diciéndole al tipo: ¡¿Y tú qué miras?!, parecido al “¿Qué mirás bobo? Andá pa’ allá, bobo!” de Leo Messi. Quinto llamado de atención. Sin esperar, Lemu procedió a notificar de la delicada situación al jefe de los obreros y al arquitecto de la obra.

Una noche oímos un ruido como si se abriera y cerrara una tubería de gas presurizado. Eran casi las nueve de la noche y empezábamos a ver el noticiero para oír las noticias de la invasión de Putin a Ucrania, lo que de alguna manera acrecentaba nuestra perplejidad de vivir en un continente en guerra. Salí y encontré, guindado de la maraña de cables del edificio, un walkie talkie de los obreros. Habían dejado la radio encendida en uno de los canales de comunicación; parecía tener vida propia: ¿se trataría de mensajes de la policía, de un grupo de anarquistas o de simples radioaficionados? Traté de apagarlo pero fue imposible. Pulsé todos los botones que tenía y surgieron voces que se comunicaban con mensajes encriptados. Lo puse en el suelo, justo donde está la puerta que da hacia el terrado, pero se oía dentro del edificio como un eco acechante. Salí de nuevo y lo dejé bien alejado, entre los escombros y potes de pintura. 

 

***

 

La red gigante para pescar sardinas se quedó en el mismo lugar durante meses, incluso hasta luego de concluidos los trabajos de este lado y proseguir en otras partes del edificio. Yo me preguntaba por qué no la quitaban. Lo reporté varias veces pero todo se suspendía en un limbo. Hasta que un día les dio la gana y lo hicieron. En cuanto al área de la sala-comedor, desde ese entonces no nos quedó otra opción que cerrar las cortinas en modo escandinavo.

Al menos los obreros eran puntuales en el sufrimiento que nos causaban y en el hecho de privarnos de la luz de sol y del aire natural entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde. No llegaban más temprano ni se iban más tarde. Pero como Ana y yo trabajamos principalmente desde casa y en ese momento la opción de ir a un café o una biblioteca era poco viable por el alto nivel de contagios, afectó nuestro estado anímico. Entiendo que para ellos pudiera resultar incomprensible el teletrabajo o más aún el oficio de escritor. Deben haber deseado que nos ausentáramos en horario normal de oficina. Fue tanto el cúmulo de incomodidades que hablamos con la administradora; ellos comprendieron la situación y nos hicieron una rebaja del alquiler por el tiempo que duraran las reparaciones. Al tener todo cerrado en horario de invierno nos daba solo una hora efectiva de luz en la mañana y otra hora en las tardes. Y luego de aprovechar la hora de luz de la tarde al cielo se lo tragaba una oscuridad tempranera. El rigor de tener que cerrar las cortinas para aislarnos del incordio que provocaban los obreros lo cumplíamos cinco minutos antes de que llegaran cada mañana, sobre todo después del reportado incidente del mirón. Tratábamos de no verlos aunque los sintiéramos en sus faenas, sus ruidos, conversaciones, risas, la variedad de sus acentos, y golpes contundentes al edificio en el avance de las reparaciones. 

Cabe destacar, además, que como oscurecía temprano y la lavadora del piso estaba dentro del trastero en el terrado, no podíamos lavar la ropa ni guindarla en las cuerdas mientras los obreros estuvieran afuera trabajando. Solo quedaba desear que el fin de semana hiciera buen clima para lavar y poner la ropa a secar en medio del polvero, los materiales de construcción y los desperdicios. Tuvimos que alterar nuestra dinámica de los fines semana para dedicarlos, en parte, a esas labores.

La claustrofobia aumentaba en la medida que nos quedábamos pegados al televisor para enterarnos de los avances de las noticias de la invasión de Putin a Ucrania; entretanto nosotros permanecíamos en horario nocturno cuando afuera era de día. Llevábamos nuestra guerra interna, silenciosa, resignada, sin respuesta posible contra la invasión del sobreático cubierta. De tanto oírlos, empezábamos a conocer algo de sus historias personales, entre lo bacano, el marica, el quilombo, el boludo, los “usted”, la hostia y la madre que los parió. Nos enteramos desde sus gustos musicales por canciones latinoamericanas hasta cuando se enfermaban. ¿Cómo no se iban a enfermar si estaban todo el día a la intemperie con el viento fuerte que se siente en el terrado y con el frío y la humedad del invierno y el inicio de una primavera traicionera? Se les notaba por las toses y las voces roncas apenas llegaban y durante el día. Podría haber sido covid y pensar que los teníamos tan cerca y durante tantas horas. A veces nos compadecíamos y me daban ganas de hablar con ellos, preguntarles sobre sus trabajos arriesgados. Me preguntaba cómo serían sus vidas cuando no eran los instrumentos humanos generadores de ruido en el edificio; qué harían un domingo, dónde vivían, en qué condiciones. En fin, hubiera sido un grave error romper el hielo, ya que estábamos tratando de poner una barrera, controlar sus comportamientos, así que ni imaginar si les hubiéramos dado confianza qué hubieran hecho; seguro habrían andado como Pedro por su casa. Por eso mantuve mi cara de enigma hasta el final. 

Las últimas semanas de trabajo hubo un viento siniestro de entre treinta a cincuenta kilómetros por hora, la atmósfera siempre estaba nublada, la humedad altísima, situación que se prolongó casi un mes. El silbido brioso del viento era como lo que cuenta Gabo en el relato “Tramontana”. En esta historia un joven caribeño que vive en Barcelona prefiere lanzarse de un auto en movimiento que regresar a Cadaqués, en la Costa Brava, donde la tramontana produce cólicos, envejecimiento prematuro y alteraciones psíquicas. En el caso de los obreros, a quienes no les habían dispuesto un lugar donde estar, una carpa o algo similar, y tampoco algún espacio posible para ellos descansar dentro del edificio, comían y dormían la siesta con rutinaria frecuencia en el pasillo de la puerta de nuestro piso. Estábamos agotados de meses de resistencia pero ¿qué más les íbamos a decir?  El clima era realmente calamitoso, así que tuvimos que aceptar esta situación. 

 Un día Lemu nos dijo: hoy empiezan a quitar los andamios. Se trataba de los andamios de la fachada que da hacia la calle, porque los que nos afectaban a nosotros, los de la fachada posterior, seguían instaladísimos. Todo fue muy lento.  Estábamos en plena primavera. Y, de pronto, tras cinco meses en ese escenario de secuestro sin desarrollar ni un atisbo del Síndrome de Estocolmo, dejaron de venir. No podíamos creer que habían terminado los trabajos. Los vecinos que conocíamos se compadecían de nosotros. Ellos también estaban hartos de los obreros y eso que vivían en los pisos de abajo.

Cuando se fueron nos pusimos a detallar el trabajo que hicieron. El terrado seguía siendo una maraña de cables apiñados a lo largo de varios tramos. Los innumerables aparatos de aire acondicionado seguían estando allí, ese era su lugar, colocados directamente sobre la superficie en vez de estar elevados para no molestar a los demás vecinos con la vibración. Esto me desconcertaba al igual que la ausencia de extintores de fuego en el edificio. Un día le pregunté a Lemu y me respondió que había uno que tenía guardado en el cuarto de conserjería. Ello significaba que, en caso de que hubiera un fuego en el edificio fuera de sus horas de trabajo o los fines de semana, no habría manera de contar con el extintor.

Tal vez en algo mejoró la fachada frontal, no estábamos seguros, la posterior sí quedó con las paredes blancas y arregladas. A las semanas nos anuncian que los obreros regresarán después del verano a cambiar por completo el suelo de ladrillo del terrado, que en realidad había quedado más sucio y deteriorado. Nos aseguraron que sería un trabajo de meses y que ni siquiera podríamos salir a usar el trastero donde está la lavadora. Tal vez, cuando regresen, sí me decida a desvelar el enigma de dónde soy, decirles que a fin de cuentas todos somos emigrantes latinoamericanos y me anime a conversar con ellos para conocer sus vidas. No lo sé. Al inicio del otoño, lo más probable, retornará la hora oscura en Barcelona.

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