La serie basada en la obra maestra de Gabriel García Márquez nos acerca cada vez más el libro, pero es también una pieza con vida propia que vale la pena ‘leer’. Este análisis se acerca a dos obras cuyos lenguajes diferentes ya conviven.
Por: Kirvin Larios.
En una escena que antecede a la fundación de Macondo, José Arcadio Buendía asesina a Prudencio Aguilar de un lanzazo en una gallera. El terrible ataque es descrito así en Cien años de soledad: “No tuvo [Prudencio Aguilar] tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta”. El duelo, desigual (pues Prudencio “no tuvo tiempo de defenderse”), fue calificado como uno de honor. Es, desde luego, el honor de su hombría maltratada: en la ranchería donde viven corre el rumor de que Úrsula, la esposa de José Arcadio Buendía, es virgen, ya que se resiste a tener sexo por miedo a parir hijos con cola de puerco. Entonces Prudencio, después de perder su gallo en un combate con el gallo de su verdugo, se venga diciéndole que a ver si el gallo no le hace el favor a su mujer.
Además de la muerte, un segundo elemento (o fantasma) cimenta el nacimiento de la aldea: el sueño, que el enloquecido patriarca de los Buendía tiene en la tierra donde construirán el pueblo con un grupo de aventureros. Es un sueño genésico, con un paisaje de paredes de espejos, que para José Arcadio Buendía evocarán el hielo, y en el que escucha una palabra “que no tenía significado alguno”, pero con una “resonancia sobrenatural”: Macondo.
Más de medio siglo después de publicada la novela, José Arcadio Buendía mata de un lanzazo feroz a Prudencio Aguilar. No lo vuelve a matar: lo hace por primera vez, pero en la serie de Netflix, estrenada mundialmente el pasado 11 de diciembre, la primera adaptación audiovisual hecha de la novela reina de Gabriel García Márquez. Son dos temporadas en dieciséis capítulos, de los que podemos ver por ahora los ocho primeros, que van de la legendaria fundación del pueblo hasta un bélico regreso del coronel Aureliano Buendía.
Algunas críticas a la producción de Netflix no han sido críticas a la serie, sino a su incapacidad de ser superior al libro. Un escritor aseguró que corrió a abrazarse a la novela después de comenzarla; otros han acudido a la novela para señalar los reparos u omisiones con respecto a la historia original. A partir de este enfoque podemos, didácticamente, resolver el problema de las semejanzas y las diferencias, pero no de la calidad y agudeza de ningún objeto artístico. Como en el sueño de los cuartos infinitos de José Arcadio Buendía, estamos yendo de la habitación del libro a la habitación de la serie y obligándonos a retroceder o anticipar el asombro de las páginas adaptadas. Pero la esperanza de que la pieza audiovisual no solo haya sido creada a partir del libro, sino que lo reproduzca con familiaridad –¿con el riesgo de parir un engendro?–, tal vez impida ver que algunas actuaciones y la escenografía son sobresalientes, y que no pocas decisiones han sido audaces en el planteamiento. La música, a cargo de Camilo Sanabria y Juancho Valencia, es una de las apuestas mejor logradas, no porque sepa acompañar cada instante crucial, sino por transmitir un universo sin extraviarse en el folclorismo tan apetecido por el turista cinematográfico (la gaita en el regreso de Úrsula y otros momentos de la serie es magistral). Como si no hubieran visto las adaptaciones de Orgullo y prejuicio o Madame Bovary y los rollos de tela de las películas religiosas, el vestuario ha sido calificado de ostentoso o exagerado. Pero en la novela, cuando nadie se ha muerto ni de muerte natural, nadie es pobre (serán “pobres” para y por la compañía bananera), así que no hay fundamento para instaurar un ámbito de miseria. Las actuaciones no recaen en el melodrama ni la caricaturización; y, de hecho, la única que parece proclive al melodramatismo, a no contenerse por llevar un animal salvaje en el pecho, que es Úrsula, es un personaje que cambia con la edad, y sin alcanzar su muerte en la primera temporada, podemos detectar sus sutiles transformaciones, lo mismo con Pilar Ternera, otro inmenso personaje.
El paso del tiempo les sienta bien a la mayoría, en especial a José Arcadio Buendía. La escena en que lo amarran al castaño del patio conmueve no por lo dolorosa y bien actuada, sino por el desconcierto de ver cómo lo invade la soledad de la locura mientras siguen latentes sus inquietudes. En el libro, este patriarca y antipatriarca comienza a hablar una “endiablada jerga” que resulta ser latín, y la serie le atribuye, en latín, frases de Melquíades o pasajes que figuran solo en castellano en la novela. En la antigua lengua, José Arcadio Buendía da las gracias a los cuidados de Remedios Moscote, da explicaciones, anuncia. En su extrema lucidez, que comparte en la casa solo con Úrsula, dice la frase que suelta el coronel a ella cuando el fantasma del padre presagia que su hijo morirá: “Uno no se muere cuando debe, sino cuando puede”.
Aunque algo deslucido el arribo de los gitanos, Melquíades es el Melquíades de la serie (compararlo con el del libro resultaría entretenido pero fútil), y da gusto ver su parsimonia de sabio trotamundos, cada vez más entregado a la labor de encuadernación y escritura de su manuscrito. Como sabemos, los pergaminos de Melquíades contienen el texto descifrado que el lector descifra –o escribe– en el curso de la novela, y que son la novela misma. En el tiempo circular de Cien años de soledad ha habido siempre otro libro en los dedos del lector y que en el argumento de la serie está en la voz del narrador, Aureliano Babilonia. Un juego de espejos –de resonancias– que nos evoca al sueño de José Arcadio Buendía, y en el que el tiempo, dando las vueltas en redondo que advierte Úrsula en múltiples momentos del relato, se entreteje con los caracteres y los destinos, los nombres y los finales.
Algunas imágenes de esta temporada me recordaron al cine de Terrence Malick, un director también atento a los árboles genealógicos, y a secuencias del cine de la misma Laura Mora, que dirigió tres de los ocho episodios cuyo cine aborda el paisaje colombiano no para decir ‘así es Colombia’, sino para dejar atravesar a los personajes y su mundo por una misma intensidad. Tal vez por eso resulta superflua la mención de “Colombia” en la serie; una mención innecesaria, ya que –otra mención innecesaria– Macondo es Colombia pero también tantos otros lugares.
No es cierto, por otra parte –si es que se ha dicho y no lo invento–, que la narración en off abuse de sí misma: a pesar de dar en ocasiones la impresión solemne de un recitado, después del primer y el segundo episodios consigue casi la virtud de Santa Sofía de la Piedad en la novela: existir solo en el momento oportuno. ¿Quién no se emociona cuando la voz anuncia que “la casa se llenó de amor” y aparece la secuencia de los amores epistolares entre Rebeca y Pietro Crespi, en los días más pacíficos de la casa de los Buendía? Si hay momentos telenovelescos, es porque García Márquez también los tenía y no pretendía ocultarlo. Los lutos que se repiten en el libro están, desde luego, en la serie. Macondo también se llena de guerra, de balas perdidas y de fusilamientos arbitrarios. Y aquí sobresale uno de los mejores logros de la producción: el paso del tiempo. La serie hace transiciones de la noche al día y abre y cierra las puertas de las casas y lugares, recurre a planos secuencias más o menos largos, tiene flashback, aunque en general procura una narración lineal, tal vez para no confundir al espectador. En el manejo temporal, las guionistas decidieron no plegarse a la escritura de la novela, en la que todo parece dispuesto tan premonitoriamente que incluso puede hacer olvidar a algunos de cómo toda ella es un sonido envolvente, un río de corrientes diáfanas y enturbiadas, una respiración de este mundo que nos hace dudar si ponernos el dedo en el pecho, señalando, como Úrsula, el animal del corazón, o, como el coronel, el lugar donde se dispara la bala sin acierto.
Pero me voy lejos. Mientras escribo esto, veo que no puedo sacarme el libro de encima: soy el lector demasiado apegado al texto que me empeño en criticar. Sin embargo, quisiera subrayar que si nos quedamos solo –o solos– con el libro para mirar la serie, estamos admitiendo algo falso: que el libro se hizo para ser llevado a la pantalla. Y las decenas de adaptaciones de Ana Karenina y tantos otros clásicos de la literatura nunca destruyeron ningún libro o quizás sí, pero carece de importancia esa destrucción –también a la crítica le atribuyen cualidades destructivas–, y además consiguieron darle otro alcance, popularizándolo más o presentándole una historia conocida a los lectores de siempre –que también se repiten. Ver esta adaptación, sin leerla, sería, además, sugerir que Cien años de soledad es exclusivamente libro, como es exclusivamente libro un módulo escolar. Pero no hay que menospreciar cuántas imágenes y sonidos nos ha legado el texto de García Márquez. Menciono algunas, como si no fueran bastante conocidas: la poética descripción del hielo, la certera definición o explicación del mecanismo amoroso (“es como un temblor de tierra”), los caracteres del sánscrito que semejan ropa colgada, la risa que espanta las palomas, la lluvia de flores amarillas, el oro convertido en chicharrón carbonizado… y tantas otras imágenes y frases certeras además de la imposible imagen del nunca captado daguerrotipo de Dios, que ilustra bien la frondosa imaginación de José Arcadio Buendía.
Tal vez una novela o una obra literaria, sobre todo si es tan desbordantemente poética –y ésta no lo es más que El otoño del patriarca–, sea todo lo contrario a un producto audiovisual. Pero Cien años de soledad nos muestra que los caracteres opuestos no sólo conviven y pueden estar misteriosamente emparentados, sino que se fecundan entre sí, y producen engendros y maravillas. Aquí cabe traer a cuento una veleidad temporal: la del cine y su mundo. Durante años se ha machacado en la dificultad de adaptar al cine o al universo audiovisual las obras de García Márquez. Durante años esa dificultad parecía estar ligada a las cualidades propias del genio. Pero ninguna obra literaria excepcional puede ser sencilla ni de adaptar a juego de mesa. Con respecto al cine, se ha responsabilizado principalmente a los diálogos. El cine es diálogo, y García Márquez introduce unos pocos parlamentos en un mar narrativo y poético. Pero esta serie puede demostrar que el problema de adaptar un texto a imágenes y sonidos, a voces y caras, tiene que ver con que existan productores dispuestos a arriesgarse y hacerlo cueste lo que cueste. Y ahí está el pueblo entero construido en una finca de Tolima, que algún día será arrasado como el Macondo del libro. Un Macondo que, es cierto, desbordó sus páginas, pero mucho antes de que existiera Netflix.
Se dice que, antes de morir, vemos pasar, como en una película, en un último destello de lucidez, toda nuestra vida. García Márquez creó personajes increíbles que veían momentos de su pasado antes de morir o de creer que morirían, y que incluso con los años materializan recuerdos que se pasean como criaturas vivientes por la casa. La fórmula verbal “Muchos años después…”, se sostiene sobre esa ley temporal: la del círculo de la vida, las repeticiones del mundo, las vueltas en redondo que observa Úrsula. El recuerdo del hielo que le vuelve al coronel Aureliano Buendía frente al pelotón, es también el sueño de su padre, José Arcadio Buendía, que antes de morir entra a un sueño de cuartos infinitos, al igual que el coronel, que, poco antes de morir, entra a uno que es una habitación memoriosa: unas paredes blancas que solo pueden recordarse en el sueño mismo. Muerte y sueño, unidos en un lazo de sangre, como el que ata a los habitantes de Macondo al fantasma de Prudencio Aguilar. Y que ata al libro, a veces remotamente, a veces asombrosamente, con esta serie, y con las lectoras y lectores de siempre.
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